Sin embargo, bajo esta fachada, la realidad era muy distinta: estudiantes reprimidos, líderes sociales encarcelados y voces disidentes silenciadas.
En medio de este clima tenso, un acto insólito y valiente ocurrió, protagonizado por Julián Pastor, un joven actor, guionista y director que desafió al poder de manera directa y pública.
El año 1968 fue un punto de inflexión para México. La celebración de los Juegos Olímpicos representaba una oportunidad única para mostrar al mundo la modernidad y el desarrollo del país.
La prensa oficial se encargaba de repetir que todo marchaba bien, que México estaba listo para recibir a visitantes y atletas internacionales con seguridad y orden.
Sin embargo, la realidad en las calles era otra. El gobierno reprimía con dureza las protestas estudiantiles y sociales.
La tensión política crecía y el descontento popular se hacía cada vez más evidente. En este ambiente de censura y control, cualquier acto de disidencia era duramente castigado.
Julián Pastor no era un simple actor. Desde joven, se había destacado por su estilo contestatario y su fuerte personalidad.
Pero detrás de su rebeldía existía un motivo personal que alimentaba su resentimiento hacia el gobierno de Díaz Ordaz.
Se dice que años antes, Julián y su familia habían perdido unos terrenos en el Estado de México, expropiados de manera irregular por órdenes directas del presidente.Estos terrenos fueron destinados a proyectos que nunca se concretaron, dejando a la familia Pastor en una situación de injusticia y humillación.
Este hecho marcó profundamente a Julián y sembró en él un deseo de confrontar al sistema que consideraba responsable.
Días antes de la trágica masacre de Tlatelolco, el gobierno organizó una conferencia de prensa masiva en la Ciudad de México.
El evento tenía como objetivo demostrar la paz social y la fortaleza del país rumbo a la inauguración de los Juegos Olímpicos.
Entre los invitados se encontraba Julián Pastor, quien asistió con el ceño fruncido y una rabia contenida.
Mientras escuchaba los discursos triunfalistas del presidente, su respiración se agitaba de ira.
Para él, las palabras de Díaz Ordaz eran una burla frente a la realidad de represión y pérdida personal que vivía.
En un momento crucial, aprovechando un descuido de los escoltas presidenciales, Julián se abrió paso entre los asistentes y se acercó al estrado con determinación.
Frente al presidente y ante decenas de periodistas nacionales y extranjeros, levantó su puño derecho y lo descargó con fuerza en el rostro de Gustavo Díaz Ordaz.
El impacto fue brutal. El presidente cayó de espaldas, sorprendido y sin defensa, ante la mirada atónita de todos los presentes.
El salón quedó en un silencio sepulcral, roto solo por los gritos de los escoltas que rápidamente se abalanzaron sobre Julián para reducirlo.
El puñetazo de Julián Pastor no fue solo un acto físico, sino un símbolo poderoso de resistencia.
Por un instante, el hombre más poderoso de México fue derribado públicamente por un actor que no temía arriesgarlo todo por sus convicciones.
Este acto nunca fue transmitido oficialmente ni registrado por los medios oficiales.
Sin embargo, la historia sobrevivió en rumores y versiones contadas en voz baja.
Se dice que algunos fotógrafos extranjeros lograron capturar la escena, pero sus rollos fueron confiscados de inmediato por las autoridades.
El destino de Julián fue inmediato y duro. Fue arrestado y enviado a la cárcel de Lecumberry, conocida como el “Palacio Negro”, donde se encerraba a disidentes y opositores del régimen.
Allí comenzó un calvario de tortura sistemática.
Durante los nueve meses que pasó en Lecumberry, Julián fue sometido a golpes constantes, incomunicación, celdas heladas y torturas físicas y psicológicas, incluyendo descargas eléctricas.
El objetivo era quebrarlo, obligarlo a confesar una supuesta conspiración mayor y a nombrar cómplices. Pero Julián resistió y nunca habló.
Su salud se deterioró gravemente, y su espíritu quedó marcado para siempre por el horror vivido en prisión.
A pesar de ello, mantuvo su dignidad y silencio frente a la represión.
Lo que salvó a Julián Pastor de un destino fatal fue la presión ejercida por la Asociación Nacional de Actores y colegas artistas de renombre.
Organizaron protestas silenciosas, cabildeos y presionaron a las autoridades para evitar que Julián fuera desaparecido o asesinado en prisión.
Gracias a esta solidaridad, después de nueve meses de encierro y tortura, el gobierno decidió liberarlo, aunque bajo estricta vigilancia y con la advertencia de no hablar públicamente sobre lo sucedido.
Tras su liberación, Julián continuó su carrera en cine, teatro y televisión, aunque marcado para siempre por aquella experiencia.
En reuniones privadas, narraba con detalle cómo su puñetazo había golpeado al régimen y cómo había sido torturado por ello.
Esta historia, que permaneció oculta durante décadas, representa un acto de valentía y resistencia frente a un sistema autoritario.
Hoy, gracias a medios de comunicación e internet, podemos conocer y reconocer la valentía de Julián Pastor, un hombre que desafió al poder en uno de los momentos más oscuros de la historia de México.
El acto de Julián Pastor no solo fue un golpe físico al presidente Díaz Ordaz, sino un símbolo de la lucha por la justicia y la libertad en tiempos de represión.
Su historia nos recuerda la importancia de la valentía individual y colectiva para enfrentar la opresión y exigir un cambio social.
En un México que aún busca reconciliarse con su pasado, recordar a figuras como Julián Pastor es fundamental para entender los sacrificios realizados en nombre de la democracia y los derechos humanos.