Una de las causas más estremecedoras de la Argentina en 2025 sigue revelando detalles que hielan la sangre: fiestas privadas cargadas de drogas sintéticas, sexo, dinero y, finalmente, muerte.
Detrás de la historia de Lara, una adolescente de apenas 15 años, y de Pequeño J, su enigmático compañero, se esconde una red criminal que atraviesa fronteras y que, según los investigadores, mezcla narcotráfico, trata de personas y prostitución infantil.
Todo comenzó a salir a la luz gracias a una testigo de 16 años que, con voz temblorosa pero valiente, relató lo que vio en esas noches interminables de “fiestas privadas” en el Gran Buenos Aires.
Según su declaración, las chicas —la mayoría menores de edad— eran reclutadas en los monoblocks de La Tablada. Provenían de dos colegios de la zona y eran atraídas con promesas de dinero fácil, regalos, perfumes, celulares y ropa de marca.
Al principio, todo parecía una diversión inofensiva, pero pronto descubrieron que eran parte de un sistema perverso donde sus cuerpos se ofrecían a cambio de pesos y cocaína.
Las fiestas duraban más de 24 horas, el “tusi”, la marihuana, el alcohol y otras sustancias circulaban sin control. A cada una se le pagaba hasta 300.000 pesos por noche.
Lara era una de ellas. Conocía a Pequeño J desde hacía tiempo, y según los testigos, mantenían una relación “a medio camino entre el amor y el peligro”.

Sin embargo, las versiones apuntan a que Lara habría robado una pequeña cantidad de droga a los narcos, provocando así la furia de quienes controlaban el negocio. Ese podría haber sido el detonante de su muerte.
Pequeño J, por su parte, había huido a Bolivia y Perú poco antes del crimen. A su novia, desde el extranjero, le confesó por mensaje: “Me están humillando, me estoy escapando del país”. Todo indica que buscaba refugio, pero también dinero, en la zona de José C. Paz, el último lugar donde fue visto.
La investigación reveló la existencia de cuatro prófugos, entre ellos dos peruanos, conocidos como “Manolo” y “Lucho”.
Ambos tendrían lazos familiares con Pequeño J y habrían ingresado repetidas veces a la Argentina desde Bolivia, Perú y Uruguay. Los registros migratorios muestran que uno entró al país el 28 de agosto de 2025 por Buquebus, desde Colonia (Uruguay), y el otro lo hizo dos días después por el aeropuerto de Ezeiza.

No poseen antecedentes penales ni figuran en bases de datos policiales, lo que refuerza la hipótesis de que fueron contratados exclusivamente como sicarios.
Otro nombre que aparece en el centro de la trama es Lázaro Sotakuro, alias El Chato, residente del barrio Villa 1-11-14.
Ante sus vecinos, se presentaba como verdulero y remisero, pero en realidad manejaba una flota de autos que se utilizaban para transportar a las víctimas. Cuatro de esos vehículos —una Chevrolet Tracker, un Volkswagen Fox, un Chevrolet Cruze blanco y un Renault 19— fueron secuestrados por la policía.
En uno de ellos se hallaron rastros de sangre y barro compatibles con la escena del crimen. Un testigo aseguró que Sotakuro le confesó a su pareja: “Me mandé una cagada, llevé a las tres pibas que mataron, pero no te preocupes, cambié la patente y después quemé el auto.”

Tras escapar a Bolivia, Sotakuro habría llamado nuevamente a su esposa: “Mi amor, tengo miedo y hambre. Estoy prófugo en Bolivia.” Ella le rogó que se entregara en la Argentina. Hoy, la mujer fue citada a declarar, ya que los investigadores creen que posee información clave sobre la red, aunque no está imputada como encubridora.
Mientras tanto, en la División de Pericias Telefónicas de la Policía Federal, los técnicos trabajan sobre siete teléfonos celulares incautados.
Son aparatos de gama media —Samsung, Motorola, Redmi— lo que facilita el acceso a los datos. Se busca recuperar mensajes, audios, fotos, videos y transferencias que podrían revelar el funcionamiento financiero del grupo.

Las primeras pericias ya detectaron movimientos de dinero entre los sospechosos por sumas de 40.000 a 60.000 pesos, además de transferencias en dólares hacia el exterior.
A medida que las piezas del rompecabezas encajan, se hace evidente que no se trata de un crimen común, sino de una estructura transnacional donde confluyen drogas, explotación sexual y poder.
La causa, que comenzó con la muerte de una adolescente, se ha convertido en un espejo oscuro de una realidad que Argentina preferiría no mirar.
Lara fue una víctima más de un sistema que devora a los más vulnerables bajo el brillo de las luces y la promesa de dinero fácil. Pero su historia no termina ahí: todavía faltan respuestas.
¿Quién la mató realmente? ¿Qué papel jugó Pequeño J: cómplice o víctima? Y, sobre todo, ¿cuántas fiestas más como esas siguen ocurriendo en silencio, esperando a su próxima víctima?