Amanecía el lunes 20 de octubre cuando la autopista federal 57, en el tramo entre San Juan del Río y Pedro Escobedo, se transformó en un escenario de guerra.
Desde la niebla espesa emergieron decenas de vehículos blindados de la Guardia Nacional y de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
En cuestión de 18 minutos, el gobierno anunció un “operativo histórico”: 7.432 presuntos sicarios capturados.
Pero apenas unas horas después, ese número dejó de ser un símbolo de triunfo y se convirtió en el epicentro de la desconfianza nacional.

El comunicado de la Fiscalía General de la República (FGR) celebró la “mayor operación de la década”, afirmando que se había logrado neutralizar a ocho células criminales que viajaban en un convoy de 19 vehículos, en su mayoría camionetas Tacoma y Suburban con placas falsas.
Sin embargo, los analistas independientes advirtieron de inmediato una incongruencia evidente: ¿cómo es posible detener a más de siete mil personas en apenas 19 vehículos?

Las redes sociales estallaron con dudas y burlas. La FGR respondió que muchos sospechosos habían huido y fueron “capturados en los alrededores”, aunque no mostró pruebas.
Dentro de Sedena, fuentes internas aseguraron que el número real no superaba los 300 detenidos, y que el resto correspondía a civiles retenidos “para verificar identidad”.
El operativo comenzó a las 6:18 de la mañana, bajo condiciones climáticas adversas: una densa niebla reducía la visibilidad a menos de 30 metros, con temperatura de 9ºC.
Los helicópteros Black Hawk sobrevolaban a baja altura mientras los drones tácticos sufrían interferencias electromagnéticas.
Un testigo en el kilómetro 171 relató: “Solo escuchamos motores, sirenas, luego caos. Nadie sabía qué estaba pasando.”

El despliegue fue tan coordinado como inquietante: los vehículos de la Guardia Nacional formaron un muro de acero, bloqueando ambos extremos del corredor.
Pero el detalle más extraño apareció después: una cámara de video casera, adherida con cinta industrial a un poste de señalización, grababa toda la escena del arresto principal.
La cámara no pertenecía a ninguna institución. Un fragmento de 17 segundos filtrado en redes mostró gritos, confusión y humo blanco. El video completo, sin embargo, permanece bajo resguardo de la FGR, lo que ha despertado sospechas de manipulación de evidencia.
Según los expedientes, los detenidos tendrían vínculos con el Cártel de Santa Rosa de Lima (CSRL) y con células de Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Se trataría de una alianza temporal para asegurar el control logístico del corredor industrial del Bajío.

Entre los 120 presuntos líderes figuran individuos con credenciales falsas de empresas de transporte, camuflados como choferes o empleados.
Aún más preocupante es la presunta infiltración dentro de las fuerzas locales. Dos agentes de tránsito y un policía investigador fueron arrestados por colaborar con el convoy criminal, abriendo rutas alternas.
Los registros del centro C2 revelaron bloqueos intermitentes de GPS en tres tramos consecutivos, un patrón idéntico al de operaciones previas del crimen organizado — algo imposible sin apoyo interno.
Mientras el gobierno insiste en que el operativo fue “limpio y sin bajas mayores”, las grabaciones difundidas en Telegram y Twitter muestran otra realidad: detonaciones prolongadas, ambulancias llenas y vecinos corriendo entre el humo.
Horas después apareció una narcomanta cerca del lugar con una frase lapidaria: “Esto no fue traición, fue montaje.”
Esa frase bastó para sembrar una duda profunda: ¿fue realmente una victoria militar o una puesta en escena política?

Querétaro, considerada por años como “la isla de paz” del centro de México, perdió su calma en cuestión de minutos. Las escuelas cerraron, la autopista permaneció bloqueada seis horas y cientos de camiones quedaron varados. Las pérdidas económicas se estiman en millones de pesos.
Pero el golpe más fuerte fue moral: si el Estado puede detener a siete mil personas en una mañana, ¿quién garantiza que todos ellos eran culpables?
Organizaciones de derechos humanos exigen la publicación de la lista de detenidos y su situación jurídica. El informe preliminar señala que 37 mujeres fueron arrestadas bajo cargos de espionaje (alconeo), aunque abogados afirman que muchas eran trabajadoras detenidas al azar.
En el plano estratégico, los expertos interpretan la “Operación Querétaro” como un ensayo político: un mensaje de fuerza del gobierno federal hacia los estados más violentos como Guanajuato o Michoacán.
No obstante, procesar miles de detenidos se ha convertido en una pesadilla legal. Los centros de detención están saturados, y Sedena habilitó campamentos temporales en San Juan del Río, una medida propia de tiempos de guerra.

El riesgo a mediano plazo es el llamado “efecto cucaracha”: las organizaciones se dispersan, llevando la violencia a zonas menos vigiladas. En lugar de contenerla, la represión podría expandirla.
Dos días después del operativo, no existe aún una lista pública de los 7.432 arrestados. Familias enteras esperan noticias afuera de los cuarteles. Una madre entre lágrimas contó: “Mi hijo iba al trabajo. Ahora dicen que es sospechoso. Pero él solo es soldador.”
Entre los aplausos oficiales y la incredulidad popular, una cosa es segura: Querétaro ha cruzado un punto de no retorno. La confianza en las instituciones se resquebraja, y el “triunfo histórico” parece cada vez más un espejismo entre la niebla de la carretera 57.