CAYÓ LA MUJER MÁS PELIGROSA “LA JEFA” LA REINA DEL CRIMEN

No hubo disparos. No hubo sangre. Solo una puerta cerrada en silencio.

Cuando Verónica Morales Soto —conocida como “La Jefa”— fue detenida en una modesta casa de Las Arboledas, las autoridades mexicanas entendieron que no estaban capturando a una simple narcomenudista.

Acababan de derribar a una de las mentes criminales más calculadoras, discretas y frías del país.

“La Jefa” nunca gritó, nunca presumió poder, nunca apareció en fiestas ostentosas ni en videos con armas. Eligió el silencio. Silencio para observar. Silencio para planear.

Y fue precisamente ese silencio el que la convirtió en una figura temida y respetada dentro del inframundo capitalino.

No era una mujer que imponía por la fuerza, sino por el control. Por el miedo. Por la forma en que convertía cada deuda en una cadena invisible que asfixiaba a sus víctimas sin derramar una sola gota de violencia.

Verónica Morales Soto no nació delincuente. Entró en el mundo del crimen por una relación sentimental. Su pareja era Luis Felipe Pérez Flores, alias “El Felipillo”, hijo del legendario “El Ojos”, antiguo señor del cártel de Tláhuac.

A partir de esa relación, Verónica accedió a las entrañas del crimen organizado. Pero nadie imaginó que no solo se quedaría allí —sino que tomaría el mando.

Cuando “El Ojos” cayó abatido y la estructura de Tláhuac se fragmentó, Verónica vio una oportunidad. Comprendió que, en medio del caos, quien sabe organizar, esperar y utilizar el miedo como herramienta, gana.

Así reconstruyó el imperio, pero con su propio estilo: sin violencia directa, usando la deuda, la manipulación y el control psicológico.

Su estrategia fue tan simple como mortal: pequeños préstamos rápidos, sin bancos, sin papeleo, sin preguntas. El método “gota a gota”.

Al principio, la gente la veía como una benefactora. Pero esas gotas de dinero se convirtieron pronto en una trampa financiera imposible de escapar. Los intereses crecían por horas; las deudas, por días.

Cuando un deudor no pagaba, no hacía falta amenazas. Bastaba con un coche estacionado frente a la casa, una mirada fija, un mensaje con el emoji de una llama .

Todos entendían. Y pagaban. Algunos con dinero. Otros, con su propiedad.

Decenas de familias en Tláhuac e Iztapalapa perdieron sus casas. Las denuncias por despojo aumentaron, todas con un mismo patrón: sin violencia visible, sin rastros, pero con resultados idénticos.

Los registros confiscados en la operación revelan una administración meticulosa: nombres, montos, tasas diarias, cobradores, rutas. Todo gestionado como una empresa criminal perfectamente estructurada.

La policía escuchó su nombre durante años, pero nadie conocía su rostro. Una comandante del SSC lo resumió así:

“No había fotos, no había voz, solo órdenes. Ella era una sombra que controlaba todo.”

Todo cambió a comienzos de octubre, cuando se lanzó la Operación Traviata, una misión descrita como una “cirugía de precisión” en dos fases, destinada a desmantelar el imperio de “La Jefa”.

La primera fase comenzó a las 3 de la madrugada en la calle Traviata, uno de los centros neurálgicos de narcomenudeo. Tres cómplices fueron detenidos: Juan Aarón Soto MartínezMaricela Jimena Hernández y Axel Said Soto Jiménez. Se incautaron más de 600 dosis de cocaína, metanfetaminas y marihuana, además de libretas con rutas y clientes.

La segunda fase, el golpe maestro, tuvo lugar en la avenida Porvenir, en Las Arboledas. Detrás de unas cortinas cerradas y una cámara oculta, la policía encontró a Verónica Morales Soto.

Estaba sola. No huyó. No dijo nada.
Solo miró en silencio, con la serenidad de quien sabe que su tiempo se había acabado.

En la vivienda se hallaron más de 700 dosis de droga, básculas digitales, registros contables y un teléfono con contactos cifrados.

Según fuentes internas, ese dispositivo podría revelar vínculos con organizaciones mayores que operan entre la Ciudad de México y el Estado de México.

Durante el interrogatorio, “La Jefa” apenas habló. Solo dijo una frase:

“Yo no hice daño a nadie. Solo trabajé.”

Una afirmación escalofriante. Porque, en cierto modo, era verdad: no empuñó un arma, pero dirigió a quienes sí lo hicieron.

Los fiscales investigan si operaba de forma independiente o si era parte de una estructura criminal más amplia. Algunos creen que el dinero del sistema “gota a gota” se utilizaba para lavar fondos del narcotráfico o financiar operaciones más grandes.

Mientras tanto, en los barrios donde su nombre generaba terror, la gente por fin respira. Aunque nadie celebra abiertamente. Una vecina de Tláhuac lo resumió así:

“Dicen que cayó, pero aquí todos sabemos que alguien más tomará su lugar.”

La caída de “La Jefa” no es solo un éxito policial; es también un espejo del nuevo rostro del crimen mexicano. Ya no son los capos ruidosos y sanguinarios del pasado.

Ahora, son figuras discretas, mujeres que se ocultan tras la fachada de madres, comerciantes o vecinas, pero que manejan redes tan poderosas como invisibles.

En un país donde la violencia parece ser la única forma de poder, Verónica Morales Soto demostró lo contrario: el silencio, cuando se usa con inteligencia, puede dominar incluso más que el miedo.

Y cuando la noche cae sobre la capital, la pregunta sigue flotando en el aire:
¿De verdad cayó el imperio de “La Jefa”, o simplemente cambió de rostro?

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