El 2 de octubre de 2025, Naucalpan se detuvo. Una adolescente de 16 años, Kimberly Hillary Moya González, desapareció a plena luz del día, en una ruta que recorría todos los días para ir a clases.
Lo que comenzó como un simple trayecto para fotocopiar unos documentos terminó convirtiéndose en uno de los casos más estremecedores del Estado de México.
Las cámaras de seguridad fueron los únicos testigos: a las 16:14 horas, Kimberly apareció caminando por la calle San Rafael Champa, con su uniforme escolar y la mochila al hombro.
Segundos después, un hombre se acercó corriendo, la interceptó y la obligó a subir a un Volkswagen gris. Todo ocurrió en cuestión de segundos.

Aquel hombre era Gabriel Rafael N, de 57 años. Al volante, su cómplice: Paulo Alberto N, de 36. Ambos desaparecieron con la joven, iniciando una cacería implacable entre la oscuridad y la esperanza.
Tras la denuncia de desaparición, el video se difundió masivamente. Las imágenes de la joven siendo obligada a subir al auto encendieron la indignación nacional.
Las redes se inundaron con el hashtag #JusticiaParaKimberly, y miles de personas exigieron su regreso.
Al principio, todo indicaba que sería otro caso más en la lista interminable de los más de 115.000 desaparecidos que pesan sobre México.
Pero esta vez, algo cambió. Bajo la coordinación del jefe de seguridad capitalina Omar García Harfuch, las fuerzas de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México (FGJEM) lanzaron una operación especial.

Harfuch —quien ha liderado operaciones de alto perfil como “Operación Sombra” y “Hilo de Acero”— decidió involucrarse personalmente.
Su equipo analizó cientos de cámaras, rastreó la señal de los teléfonos y reconstruyó el trayecto del Volkswagen gris. Tres días después, las pistas condujeron a un taller mecánico en Naucalpan, donde trabajaba Gabriel.
Lo que encontraron dentro fue aterrador. En el suelo de concreto, los peritos hallaron unas botas color café manchadas de sangre.
La sangre ya estaba seca, impregnada en el cuero. También encontraron un pedazo de tela rasgada, presuntamente parte de la ropa de Kimberly. Las pruebas genéticas confirmaron lo impensable: el ADN coincidía con el de los padres de la joven.

El hallazgo no terminó ahí. Los investigadores incautaron un teléfono destruido, prendas con rastros biológicos y herramientas mecánicas manchadas. Todo el taller fue acordonado mientras Harfuch declaraba ante los medios:
“No detendremos la búsqueda hasta encontrar a Kimberly.”
Los vecinos aseguraron haber visto autos desconocidos estacionados durante las noches previas a la desaparición. Algunos hablaron de gritos, otros de movimientos extraños.
Las sospechas apuntaron a que el taller servía como fachada para una red de robo y venta de autopartes, e incluso para actividades más graves. Un testigo, bajo anonimato, dijo:
“Vi cuando la subieron al coche… pero aquí nadie se atreve a hablar, todos tenemos miedo.”

Días después, los agentes capturaron a Gabriel Rafael N y Paulo Alberto N. Durante el arresto, Gabriel insistió: “No conozco a esa muchacha.”
Paulo, en cambio, guardó silencio. Ambos fueron acusados del delito de “desaparición cometida por particulares”, uno de los cargos más graves del Código Penal mexicano, con penas que pueden alcanzar hasta 90 años de prisión.
En la audiencia inicial, el juez dictó prisión preventiva justificada, argumentando el riesgo de fuga y la posibilidad de intimidación a testigos.
La defensa pidió duplicar el término constitucional y prometió presentar pruebas de coartada. Sin embargo, la Fiscalía presentó videos, geolocalización y pruebas genéticas que los situaban en el taller durante las horas críticas.
Aun así, la pregunta esencial sigue sin respuesta: ¿Dónde está Kimberly?

El caso trascendió el ámbito judicial para convertirse en un símbolo social. Cientos de personas bloquearon el Periférico Norte durante más de 15 horas, exigiendo justicia.
Las pancartas decían “¡Viva Kimberly!” y “Justicia para las desaparecidas”. La manifestación no solo exigía respuestas para una familia, sino para todo un país herido por el silencio.
La madre de Kimberly —una mujer menuda pero inquebrantable— se transformó en la voz de la esperanza:
“No quiero que mi hija sea solo un número más. Solo quiero verla una vez más, viva o muerta, pero no quiero que se la trague el olvido.”
La prensa nacional denunció la tardanza en la activación de la Alerta Amber, que se emitió horas después de la desaparición, perdiendo un tiempo vital.

Las organizaciones civiles señalaron que solo la presión mediática obligó a las autoridades a actuar con rapidez.
El caso de Kimberly Moya se convirtió así en el reflejo de un sistema de justicia debilitado, donde las familias deben gritar para ser escuchadas y la búsqueda de una adolescente depende del ruido en las redes sociales. Harfuch logró capturar a los sospechosos, sí, pero la verdad aún permanece atrapada entre sombras.
Kimberly, la joven de mirada viva y sonrisa tímida, sigue desaparecida. Pero su nombre se convirtió en bandera. Representa a todas las que faltan, a las que la sociedad dejó atrás, a las que el miedo silenció.
Harfuch actuó. La policía arrestó a los culpables. Pero la justicia no estará completa hasta que Kimberly regrese a casa, y hasta que México enfrente su realidad más dolorosa: un país donde las mujeres pueden desaparecer en segundos, y donde el silencio —muchas veces— grita más fuerte que la ley.