“No murió por una bala, sino por haber dicho ‘no’ a quienes nunca aceptan escucharlo.”
La frase, pronunciada por un funcionario local durante el funeral del alcalde Carlos Alberto Manso Rodríguez, resonó como un eco de hierro en el aire espeso de Uruapan.
Desde su asesinato, la ciudad —conocida como la capital mundial del aguacate— vive bajo una sombra de miedo, donde cada vela encendida puede apagarse al soplo de una bala invisible.
La noche del 1 de noviembre, en medio del Festival de las Velas, cientos de personas se reunieron en la plaza central. A las 21:58 horas, seis disparos rompieron la música y las risas.

El alcalde Manso cayó frente al escenario. Tres balas le atravesaron el pecho, dos el abdomen, y una el brazo izquierdo. El atacante estaba a menos de dos metros de distancia: no fue un asesinato casual, fue una ejecución planificada.
Los testigos aseguran que Manso alcanzó a levantar la mano, como si intentara detener algo, antes de desplomarse. En segundos, su equipo de seguridad persiguió al agresor, desatando un breve tiroteo. Uno de los sicarios cayó abatido, mientras dos fueron capturados.
En la mochila del atacante muerto, la policía halló una pistola calibre 9 mm con cargador extendido y un teléfono encendido. En él, un intercambio escalofriante:
“Objetivo confirmado. Evento multitudinario. Esperando orden.” —enviado a las 19:01.
“Ejecutar.” —respondido una hora después.

El dispositivo contenía además una foto del alcalde Manso, tomada a pocos minutos del ataque desde una zona restringida del evento. Solo el personal autorizado podía estar allí. Alguien desde dentro había abierto la puerta.
Horas antes de su muerte, el alcalde publicó en sus redes un mensaje que hoy suena profético:
“Solicito apoyo del gobierno federal. Estamos siendo presionados para entregar contratos públicos. No lo haré.”
Fue su último grito de auxilio. Nadie respondió a tiempo.
Fuentes de la Fiscalía de Michoacán confirmaron que el ataque fue obra de una célula vinculada al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que disputa el control de la sierra entre Uruapan y Paracho, un corredor vital para el transporte ilegal de aguacate, limón y madera.

“El objetivo era él, solo él. Fue un mensaje de sangre contra quienes desafían el negocio de las cuotas”, afirmó un investigador.
Manso había rechazado al menos tres intentos de extorsión. Denunció públicamente a un jefe criminal local, quien fue capturado meses atrás en un operativo encabezado por Omar García Harfuch, entonces secretario de Seguridad Federal. Desde ese momento, su destino quedó sellado.
Cuatro días después del asesinato, Harfuch rompió el silencio:
“No fue solo un homicidio. Fue una traición. Al alcalde lo vendieron. Sus rutas, su agenda y hasta su ubicación fueron filtradas desde adentro.”

Sus palabras encendieron la indignación. ¿Quién dentro del gobierno local entregó la información? ¿Quién se benefició de su muerte?
Los partidos opositores del PRIAN aprovecharon la tragedia para atacar al gobierno de Claudia Sheinbaum, acusando al proyecto de la Cuarta Transformación (4T) de “fracasar ante el crimen”.
Sin embargo, los ciudadanos de Uruapan respondieron distinto: “No lo mató la 4T. Lo mataron porque no se rindió.”
Carlos Manso fue una figura incómoda. Exdiputado del PRI, luego aliado local de la 4T, se caracterizaba por su dureza y por su negativa a ceder ante los cárteles. Su obstinación lo enfrentó con los intereses más oscuros del estado: la guerra del oro verde.
En Michoacán, el aguacate es más que un fruto: es moneda, es poder y también es muerte. Cada hectárea, cada camión de exportación, representa dinero, control y violencia.

Los productores deben pagar cobro de piso para sobrevivir. Quien no paga, desaparece. Manso intentó cambiar eso.
“No hay desarrollo agrícola posible si los campesinos viven con miedo”, dijo alguna vez. Hoy, esa frase adorna su tumba.
Tras su muerte, el gobierno de Sheinbaum defendió su estrategia de seguridad: “sin guerra, sin ejecuciones, con justicia y atención a las causas”.
Más de 133 mil elementos de la Guardia Nacional patrullan el país —cinco veces más que bajo el PRI—, pero la realidad sigue marcada por el estruendo de las armas. En Michoacán, la paz aún parece un lujo.
El asesinato de Manso no puede verse aisladamente. Es parte de una cadena que une la violencia callejera con la corrupción de cuello blanco.

En los videos que circularon después del crimen, se mencionó el nombre de Ricardo Salinas Pliego, magnate acusado de deber más de 74 mil millones de pesos en impuestos, y de haber interpuesto más de 6.700 amparos para evadir sus obligaciones.
Mientras campesinos son extorsionados por plantar aguacates, los ricos se blindan con leyes y abogados.
Así conviven dos Méxicos: uno que sangra en las calles, y otro que roba desde los despachos. El primero teme a los sicarios; el segundo teme perder privilegios. Pero ambos se alimentan del mismo mal: la impunidad.
En la oscuridad de Uruapan, las velas encendidas durante el funeral del alcalde parecían resistir al viento. Su esposa, con voz firme, dijo solo una frase:
“Murió por amar a esta ciudad. Pero esta ciudad no morirá si no bajamos la cabeza.”

Quizá esa sea la verdadera herencia de Carlos Manso: un recordatorio de que en un país enfermo de crimen y corrupción, la valentía todavía tiene precio, pero también tiene nombre.
Porque mientras la justicia no sea el remedio, la fiebre seguirá quemando al cuerpo entero. Y México, atrapado entre las balas y los sobornos, seguirá preguntándose:
¿Cuántos más deberán morir para que la verdad deje de ser un peligro?