Esa frase —extraída de un informe confidencial de la Agencia Federal de Seguridad— ha desatado una tormenta política sin precedentes en México.
El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manso, no fue una emboscada repentina, sino una ejecución planeada desde adentro,
cuidadosamente diseñada y activada por los mismos hombres encargados de su seguridad.
La noche del 1 de noviembre, el centro histórico de Uruapan brillaba con miles de velas durante el tradicional Festival de las Velas.

Entre música de marimba, catrinas y altares de flores, el alcalde Carlos Manso —famoso por su frase “Ya basta de abrazos, es hora de los golpes”— saludaba a los ciudadanos con una sonrisa.
Sabía que su discurso lo había convertido en enemigo de los cárteles, especialmente del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), pero también sabía que el miedo no podía dictar la política.
A las 8:33 de la noche, seis disparos secos cortaron la música. En segundos, el bullicio se transformó en gritos. Manso cayó entre la multitud, su camisa empapada de sangre.
Sin embargo, lo más espeluznante no fue la balacera, sino lo que no ocurrió: ninguno de sus 14 escoltas federales —todos armados y entrenados— se movió, disparó o intentó cubrirlo.

Las grabaciones de seguridad, analizadas cuadro por cuadro por peritos federales, muestran cómo dos de los guardaespaldas giran la espalda justo cuando suenan los primeros disparos. Uno retrocede.
Otro toma el radio, pero no habla. Diez segundos después, el ataque termina. Manso muere en brazos de los ciudadanos, no en los de sus protectores.
Pocas horas más tarde, Omar García Harfuch, secretario federal de Seguridad, ordenó un protocolo de emergencia sin precedentes: investigar a los 14 escoltas como posibles cómplices del asesinato.
“Esto no fue un error ni un acto de pánico,” declaró. “Fue una ejecución interna. Y si hubo traición, la expondremos ante todo México.”
A las tres de la madrugada, comandos especiales realizaron 14 cateos simultáneos en los domicilios de los escoltas. Lo que encontraron superó las peores sospechas.

En la casa de Abelino Yirat, exagente con antecedentes de violencia doméstica misteriosamente absuelto, hallaron un teléfono escondido dentro de una caja metálica. El dispositivo tenía un solo contacto guardado: ‘Juan R.’.
El último mensaje enviado, una hora antes del atentado, decía simplemente:
“Hoy se apaga la luz.”
“Juan R.” era también escolta de Manso, asignado al perímetro exterior. Tras la balacera, desapareció.
En otra vivienda, los agentes encontraron sobres con dinero, sellados con cinta negra y el logotipo de una empresa financiera fantasma ligada a CJNG.
Dentro de una caja fuerte había un USB con planos detallados de los eventos públicos del alcalde, los puntos ciegos de las cámaras y su rutina diaria. En los archivos, un logotipo inconfundible: una calavera con machetes cruzados, símbolo del cartel.

Entre los nombres investigados apareció uno que encendió todas las alarmas: Ramiro N., alias “El Roca”, cuyo expediente era falso.
Las bases de datos revelaron que se trataba de un sicario activo del CJNG, especializado en infiltrarse en cuerpos de seguridad. “El Roca” desapareció dos minutos antes del primer disparo, y su GPS se apagó en el mismo instante.
Harfuch describió el caso como una “ejecución por diseño” (ejecución por diseño). Cada escolta tenía un rol: uno alteró el reporte de riesgo, otro modificó la ruta, otro apagó las comunicaciones.
En la libreta personal de uno de ellos, los investigadores hallaron una anotación escalofriante:
“Evento uno – fase luz y desconexión.”
El mismo día del asesinato.
Una llamada anónima complicó aún más el panorama. La voz afirmó que quien facilitó la infiltración “trabaja en el Palacio de Gobierno”. Si se confirma, esa frase podría provocar un terremoto político en Michoacán.

La indignación pública no tardó. Ninguno de los escoltas asistió al funeral del alcalde. Cinco desaparecieron. Dos fueron rastreados cruzando un peaje hacia Colima.
En las paredes del centro de Uruapan, aparecieron pintas con aerosol rojo:
“Mataron al valiente. Catorce cobardes. Un héroe.”
El caso Manso ha revelado un cáncer dentro del sistema de seguridad mexicano: la lealtad comprada y la protección traicionada.
Harfuch lo resumió así: “No estamos investigando un asesinato. Estamos abriendo el corazón del Estado.”
Carlos Manso había dicho alguna vez que “el verdadero enemigo no siempre se esconde en la sierra; a veces se sienta en el asiento del copiloto.”

Tenía razón. En su muerte, esa frase se convirtió en profecía.
Porque la bala que lo mató no solo salió del arma de un sicario, sino del silencio cómplice de los hombres que caminaban a su lado.
Y hoy, México se pregunta:
¿Quién ordenó apagar la luz?
¿Y cuántas veces más deberá oscurecerse el país antes de que alguien tenga el valor de encenderla otra vez?