En menos de una hora, México presenció uno de los asesinatos políticos más impactantes de la década. Un breve video, de apenas cuarenta segundos, muestra al alcalde de Uruapan, Carlos Manso, sonriendo entre la multitud durante el Festival de las Velas.
Hoy, esas imágenes se han convertido en el testamento final de un hombre que desafió al crimen. “Estamos pasando una noche muy agradable”, dice con serenidad.
Minutos después, los disparos rompieron la calma, tiñendo de sangre una celebración dedicada a la luz y la paz.
El atentado ocurrió alrededor de las 20:10 horas del sábado 1 de noviembre, en plena plaza principal de Uruapan, donde miles de personas disfrutaban del festival.

Manso fue trasladado de urgencia al Hospital Fray Fran de San Miguel, pero murió a las 20:50. El informe forense reveló múltiples heridas de bala en el pecho y el abdomen.
Un sospechoso fue abatido en el lugar, dos más detenidos, y se decomisó una pistola calibre 9mm junto con siete casquillos.
Uno de sus acompañantes, el regidor Víctor Hugo, resultó herido sin gravedad. Las imágenes captadas por testigos muestran a los escoltas intentando reanimarlo, mientras la multitud gritaba y lloraba desesperada.
La muerte de Manso no fue solo un crimen político, sino una herida abierta en la confianza del pueblo mexicano.

Era conocido por su carácter frontal y por enfrentarse públicamente a los grupos criminales y a los policías corruptos que los protegían.
En varios videos anteriores, se le veía increpando a agentes municipales, denunciando extorsiones, e incluso abofeteando a un policía que habría recibido sobornos.
Antiguo militante de Morena, decidió postularse como independiente, ganándose el respeto popular por su franqueza y valentía.
Pero esa misma valentía lo convirtió en objetivo. Las amenazas contra su vida se multiplicaron en los últimos meses.

Colaboradores cercanos aseguran que él “sabía que algo iba a pasar”. Había solicitado protección adicional y recibió 14 escoltas y dos vehículos de la Guardia Nacional.
Sin embargo, la noche del festival —su primera aparición pública tras semanas de tensión— se transformó en una trampa mortal.
Tras el asesinato, el ministro de Seguridad Federal, Omar García Harfuch, compareció con evidente indignación.
“Fue un acto cobarde de quienes aprovechan la vulnerabilidad de los espacios públicos para sembrar miedo”, declaró. Prometió que “no habrá impunidad, venga de donde venga la orden”.
Harfuch también reveló que Manso mantenía contacto permanente con mandos militares: se reunió seis veces con el comandante del batallón de infantería y cuatro con el jefe de la 21ª zona militar. Todo indica que el alcalde buscaba desesperadamente frenar la violencia en la región Purépecha.

Ese mismo día, la presidenta Claudia Sheinbaum condenó el crimen a través de un mensaje urgente en redes sociales.
Convocó a una reunión extraordinaria del gabinete de seguridad, con Harfuch y los secretarios de Defensa y Marina. “Garantizaremos justicia. No permitiremos que la oscuridad cubra a este país”, afirmó. Calificó a Manso como “un líder valiente que no se rindió ante el miedo”.
Pero para muchos, esas palabras llegaron demasiado tarde. En Uruapan, miles de ciudadanos salieron a las calles con velas y pancartas que decían: “Manso no murió, lo mataron por decir la verdad”.
En las paredes, su rostro fue acompañado por la frase “Justicia para Manso”. La indignación se desbordó cuando el gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedoya, acudió al funeral y fue expulsado entre gritos de “asesino”.
Videos previos muestran al gobernador burlándose de Manso, preguntándole en tono sarcástico: “¿Y cuántos criminales has eliminado ya?”. Esa escena, hoy viral, simboliza la arrogancia del poder frente al sacrificio de quien lo enfrentó.

Los partidos opositores —PRI, PAN, MC, PRD— publicaron comunicados exigiendo una investigación “a fondo”, aunque fueron acusados de capitalizar la tragedia para beneficio político. “Todos están representando su papel moral, mientras la sangre de Manso aún está fresca en la plaza”, escribió un columnista.
El Ministerio de Defensa publicó luego el historial de operaciones federales realizadas a petición del alcalde, entre ellas la Operación Chutani (1.200 soldados, 46 detenciones, 62 armas confiscadas) y la Operación Chantli, considerada la mayor ofensiva contra el crimen en la región. Pese a estos despliegues, no bastaron para salvar a quien había pedido auxilio una y otra vez.
La tragedia de Manso exhibe una crisis profunda en el sistema judicial y de seguridad de México. Mientras el gobierno promete “cero impunidad”, la población duda. “El problema no es que no atrapemos criminales, sino que los jueces los liberan”, denunció un conductor de televisión.
Al día siguiente, una marcha ciudadana recorrió las calles de Morelia con el lema “Por la Paz y la Verdad”. Miles de personas, entre ellas empresarios, estudiantes y familias enteras, caminaron en silencio portando velas. Una mujer mayor rompió en llanto y dijo: “Él murió para que nosotros pudiéramos decir la verdad. No callaremos más”.

Esa frase resume el legado de Carlos Manso: el valor de no rendirse ante el miedo ni el silencio. En vida, dijo una vez: “No temo a los criminales, temo a los que callan frente al crimen.”
La noche del 1 de noviembre, la vela que encendió para su ciudad se apagó. Pero entre miles de llamas que siguen ardiendo, su luz no se extingue. Su voz, ahora multiplicada por el dolor de un país entero, sigue preguntando en cada esquina, entre las sombras de la impunidad:
¿Quién ordenó matar a Carlos Manso… y quién lo está protegiendo?