HARFUCH ENCUENTRA a CARLOS MANZO en TÚNELES SECRETOS de URUAPÁN

México jamás estuvo preparado para este momento. Un hombre al que toda la nación despidió entre lágrimas reaparece respirando con dificultad dentro de un búnker metálico bajo tierra; un funeral de Estado resulta ser apenas una ceremonia para distraer; y detrás de todo se esconde una red de túneles tan sofisticada que ni las autoridades más experimentadas imaginaron su existencia.

¿Qué convirtió a Carlos Manso, un alcalde con aspiraciones de grandeza, en el centro del engaño político–criminal más impactante en la historia de Uruapán? ¿Y por qué fue precisamente Harfuch, conocido por derribar innumerables estructuras delictivas, quien se atrevió a cuestionar la verdad detrás de su supuesto asesinato?

El 1 de noviembre de 2025, Uruapán estaba cubierto de flores de cempasúchil, veladoras y tambores propios del Día de Muertos.

En pleno desfile sobre la Avenida Independencia, cientos de personas vieron al alcalde Carlos Manso Rodríguez —símbolo de la lucha contra la delincuencia— desplomarse tras recibir siete disparos a quemarropa de un hombre encapuchado. Todo fue tan perfecto, tan cinematográfico, tan “México”, que nadie sospechó nada.

Salvo uno: Omar García Harfuch. Los reportes forenses, lejos de confirmar el asesinato, comenzaron a revelar fisuras inquietantes. La trayectoria de las balas no coincidía con la posición del supuesto tirador.

El ADN encontrado no correspondía del todo con el del alcalde. Y un testigo anónimo habló de un “doble” que había participado en el desfile.

La verdad estalló cuando Harfuch ordenó una revisión independiente del cuerpo velado en la funeraria San Judas Tadeo: el cadáver no era de Manso, sino de Javier Manzo López, un empleado municipal de 38 años convertido en mártir por imposición, nunca por elección.

Ese descubrimiento encendió la operación secreta “Raíz Oculta”, una incursión que hoy muchos describen como “extraoficial, pero tan eficaz que incomodó al propio gobierno federal”.

Basado en transferencias sospechosas aprobadas por Manso bajo el concepto de “obras pluviales”, Harfuch dedujo que la ciudad estaba escondiendo algo bajo tierra. Reunió a un equipo élite: 50 agentes, entre Guardia Nacional y personal de la FGR.

A las 2 de la madrugada del 17 de noviembre, un helicóptero Black Hawk descendió sobre un edificio abandonado. Minutos después, se activaron tres accesos secretos.

Uno de ellos estaba oculto bajo el mostrador de una taquería clausurada: una trampilla que daba a unas escaleras de hormigón de 15 metros.

Nadie imaginaba que allí comenzaba una infraestructura subterránea comparable con la de una industria minera.

Los túneles medían 3 metros de alto y 2 de ancho, revestidos con paneles acústicos robados de estudios de grabación en Morelia para suprimir cualquier ruido.

Contaban con sistemas de ventilación camuflados como antenas en azoteas. Y la red se extendía más de dos kilómetros, conectando 15 establecimientos en superficie: una panadería que vendía pastelillos de día y empaquetaba cocaína de noche, un taller mecánico, e incluso la cripta de la iglesia de Uruapán.

A 800 metros de profundidad, el equipo encontró un centro de operaciones completo: laptops mostrando rutas de huachicol, radios enlazados a frecuencias policiales, y un proyector con organigramas donde aparecían nombres como “el Mencho” y “el 400”.

Al lado, una sala de estar lujosa equipada con sofá italiano, pantalla de 85 pulgadas y botellas de Macallan 25 años. Una burla a los ciudadanos que arriba luchaban por sobrevivir mientras, abajo, el crimen vivía en confort.

Pero nada preparó al grupo para la enorme cámara ritual descubierta poco después: un espacio circular de 20 metros de diámetro, con paredes talladas con cruces invertidas, calaveras estilizadas y jeroglíficos purépechas dedicados al dios Curikaeri.

El piso aún mostraba restos de sangre seca mezclada con resina de copal, y en el centro había un altar con velas derretidas, imágenes de un “santo narco” y frascos oscuros de olor metálico.

Allí, Harfuch comprendió que no enfrentaban solo un cartel: se trataba de un sistema de dominio construido con miedo, superstición y un aparato delictivo profundamente ritualizado.

A las 4 de la mañana, la misión llegó a su punto culminante. Tras forzar un cierre biométrico dañado, escucharon respiraciones débiles.

Al abrir el búnker metálico de 5 m², vieron lo imposible: Carlos Manso estaba vivo, amarrado a una silla de oficina, extremadamente delgado, con barba desordenada, deshidratado y visiblemente traumatizado.

Cuando Harfuch le preguntó qué había ocurrido, Manso apenas murmuró:
“El pacto fuego…” — El pacto de fuego.

El búnker tenía monitores que mostraban en tiempo real las cámaras del Palacio Municipal, incluyendo la sala de gabinete donde se aprobaban los presupuestos fantasmas. Un cuaderno encontrado en una repisa mencionaba reuniones con “El Señor de las Raíces”, el operador de túneles del CJNG.

En los días siguientes, ya bajo atención médica y custodia federal, Manso comenzó a confesar. Y cada palabra suya se volvió un golpe directo a la confianza de los ciudadanos.

Contó que en 2021, siendo aún regidor, aceptó sobres con 100.000 pesos en la sacristía de una iglesia. Que en 2023 aprobó trabajos pluviales que no eran más que excusas para perforar la ciudad.

Que los túneles transportaban cientos de toneladas de aguacate “limpio” hacia Estados Unidos mientras el contrabando circulaba discretamente por debajo.

Dijo que cuando intentó romper con el grupo, fue drogado y secuestrado. En la cámara ritual lo obligaron a someterse a un rito con mezcal y sangre de gallina, jurar ante un fuego de copal y prometer obediencia a “El Raíz”.

Y lo más cruel: escuchó su propio funeral transmitido por radio desde su celda subterránea.

Tras unir todas las piezas, Harfuch pronunció una frase que desde entonces sigue dividiendo al país:
“No encontramos a un héroe. Encontramos un reflejo de nuestras fallas como nación.”

La FGR abrió carpetas por delincuencia organizada, secuestro, lavado de dinero y uso de un cadáver falso. Los túneles fueron sellados con concreto armado. Y Uruapán quedó ante la pregunta más incómoda:
¿Cuántos sabían y callaron?

La historia de Carlos Manso dejó de ser un simple engaño o una operación de rescate. Se convirtió en un espejo brutal para México, una advertencia sobre lo que ocurre cuando las raíces del poder crecen sin vigilancia, en silencio, en la oscuridad.

Este caso le plantea al país una de las preguntas más duras y necesarias:
Si un alcalde puede ser enterrado vivo bajo un imperio criminal que operaba a plena vista, ¿qué otras sombras siguen ahí, esperando a que alguien se atreva a mirar hacia abajo?

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