Harfuch revela la verdad: Bedolla, capturado, confiesa el asesinato de Carlos Manzo.

Cuando las luces frías del edificio ministerial aún proyectaban sombras sobre el piso húmedo de cemento, el reloj marcó las 4 de la madrugada y una confesión rompió el silencio.

En ese instante, un funcionario considerado durante años “el motor del crecimiento económico” de Sinaloa dejó caer su máscara para mostrar su verdadero rostro: el de un hombre que ordenó matar.
Di la orden de matar a Carlos Manso.

Aquella frase no solo cerró 18 días de investigación extenuante, sino que abrió una herida histórica en la lucha contra el crimen en México: la revelación de que el horror no proviene únicamente del hampa, sino también de las estructuras mismas del poder.

Lo que estremeció a los investigadores no fue un homicidio aislado, sino la arquitectura de un sistema diseñado para desaparecer personas como si fueran parte de una operación industrial: un engranaje lubricado por dinero, poder político y la desesperación de víctimas que jamás volvieron a casa.

La declaración de Bedoya, pieza por pieza, resultó escalofriante. No hubo temblores en su voz. No hubo culpa.

Sus palabras se desenvolvieron como si estuviera describiendo un procedimiento técnico, casi un manual operativo: quién era el objetivo, en qué momento debía actuar, dónde se ejecutaría el plan y cuál sería la fase final del “proceso”.

Harfuch comprendió al instante que no estaba frente a un criminal impulsivo, sino ante un administrador. Un hombre acostumbrado a planear, calcular riesgos, distribuir tareas y optimizar resultados.

Esa frialdad —esa manera de describir el asesinato como “un proceso sistemático casi industrial”— marcó un antes y un después en la comprensión del caso.

El caso comenzó como uno más en el vasto registro de desapariciones: un joven de 23 años, Carlos Manso, desapareció tras ingresar al Bar Neptuno, uno de los establecimientos bajo control del conglomerado de Bedoya. Pero las irregularidades surgieron de inmediato.

La madre de Carlos recibió una oferta insultante de 500 pesos a cambio de guardar silencio. Tras rechazarla, la fachada de su casa amaneció con una advertencia pintada:
“Deja de buscar. Es una orden.”

Cuando los investigadores revisaron las cámaras del bar, descubrieron vacíos inexplicables justo en los minutos clave. Un pasillo crítico —el que conecta los baños con la zona de empleados— estaba fuera de cobertura. Bedoya admitiría después que retiró las cámaras “porque era necesario para mis operaciones”.

El 19 de octubre, el Bar Neptuno fue intervenido. El olor penetrante de cloro industrial fue la primera señal de que algo terrible había ocurrido allí.

En un cuarto sin ventanas, equipado sorprendentemente con refrigeración industrial de grado médico, la aplicación de Luminol reveló una escena fantasmagórica: el piso entero brillaba con rastros de sangre, dibujando el recorrido de un cuerpo arrastrado hacia el desagüe central.

Las pruebas confirmaron lo peor: era sangre de Carlos Manso.
En el drenaje hallaron fibras de tela oscura y fragmentos de cuero sintético, compatibles con la ropa que llevaba puesta el joven la noche de su desaparición.

La evidencia más inquietante surgió del estacionamiento: un camión de la empresa fantasma Servicios Profesionales del Golfo salió a las 3:11 de la madrugada. El peso de salida era 320 kg mayor que el de entrada, más que suficiente para comprender lo que había sido cargado allí.

Al día siguiente, los investigadores irrumpieron en una bodega de Corporativo Eleva, donde Bedoya figuraba como representante legal.

El lugar olía a una mezcla nauseabunda de cloro industrial y descomposición. El Luminol ilumina­ba casi todo el piso.

Se encontraron restos orgánicos, un diente humano y el testimonio de un empleado: dos tambores de 200 litros, extremadamente pesados, habían llegado desde el Bar Neptuno por orden de Mauricio Beltrán, la mano derecha de Bedoya ahora prófugo en Guatemala.

Sin embargo, el descubrimiento más perturbador estaba en la oficina personal de Bedoya:
un folder verde, sin etiquetas, que contenía 43 fichas de jóvenes entre 19 y 28 años.
Fotografías, hábitos, rutinas, lugares que frecuentaban: era un catálogo de objetivos.

La ficha número 26, la de Carlos, incluía una anotación escalofriante:
“7 de octubre, Neptuno confirmado. Código 3050.”

Siete fichas más estaban marcadas como “procesado”, coincidiendo con desapariciones reportadas en los últimos 18 meses, todas vinculadas a establecimientos del conglomerado de Bedoya.

Una memoria USB negra, escondida en un compartimento secreto, cerró el círculo: 17 grabaciones en las que Bedoya hablaba abiertamente de sus “procesos”.

El motivo del asesinato de Carlos quedó registrado en una frase gélida:
“Su padre me debe tres millones. O paga, o el hijo desaparece para siempre.”

En la confesión final, Bedoya admitió haber procesado a 18 personas desde 2022.
Algunos por deudas. Otros “por encargo”.

Todos fueron sometidos al mismo circuito: empresa fantasma, transporte clandestino, bodegas selladas, cloro, refrigeración industrial, eliminación sin rastro y cremaciones sin registro.

Tres días después de la desaparición de Carlos, una transferencia de 250 pesos reveló una cremación sin nombre cuyas cenizas fueron arrojadas al mar.

Este no era un asesino común: era el operador de una máquina de desaparición perfecta.

El caso Bedoya ha obligado a México a mirar un espejo incómodo:
las desapariciones no siempre son obra del crimen organizado tradicional.

A veces, quienes operan en las sombras son individuos con poder formal, recursos, influencia política y la capacidad de borrar vidas como si fueran datos inconvenientes.

Incluso después de la confesión, Harfuch subrayó que esto solo es la punta del iceberg. Las investigaciones sobre flujos financieros, empresas fachada y cómplices dentro y fuera del gobierno apenas comienzan.

México enfrenta ahora preguntas que duelen:

¿Cuántos funcionarios conocen y callan?
¿Cuántos “folders verdes” más existen, escondidos en escritorios de quienes nadie sospecha?
¿Cuántas familias buscan aún a sus seres queridos sin saber que la verdad pudo haber sido destruida hace tiempo?

El caso Bedoya no es solo una crónica policial.
Es un retrato devastador de cómo, cuando el poder cae en manos equivocadas, puede nacer una maquinaria capaz de transformar la desaparición humana en un proceso normalizado, casi burocrático.

En México, el predador no siempre lleva pasamontañas.
A veces viste traje, porta credenciales oficiales y firma convenios económicos.
Y ese es, quizá, el horror más grande.

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