Nadie en Uruapan olvida la noche del 1 de noviembre: la noche en que el alcalde Carlos Manso cayó abatido mientras sostenía
a su hijo de cuatro años, y la misma noche en que se reveló una de las traiciones más atroces en la historia de la seguridad mexicana.
El disparo que lo mató no fue obra aislada de un sicario, sino el desenlace de una operación coordinada desde adentro, donde quienes debían protegerlo se convirtieron en engranajes de su propia ejecución.
La investigación —que duró veinte días, revisó más de 143 declaraciones, analizó siete cámaras de seguridad y siguió el rastro de 3.500 transacciones bancarias— revela una verdad inquietante:

el asesinato no solo fue facilitado por sus escoltas, sino que podría tener conexiones con niveles superiores del gobierno estatal.
En el centro de la trama está Javier Medina Torres, jefe de escoltas de 32 años, quien finalmente se quebró durante el interrogatorio y se convirtió en “testigo colaborador”.
Su confesión derrumbó el esquema criminal, mostrando cómo el CJNG logró infiltrar el aparato de seguridad municipal.
Medina empezó a recibir dinero apenas tres días antes del asesinato, pero las señales de reclutamiento ya habían comenzado meses atrás: pagos pequeños, frecuentes, lo suficientemente constantes para que él sintiera que “alguien conocía sus necesidades”.

Pero el punto de no retorno llegó cuando intentó retirarse del trato. Un miembro del cártel le mostró fotos de sus hijos y le lanzó una amenaza helada:
“O cumples, o tu familia paga el precio.”
Doce minutos antes del ataque, Medina recibió una llamada desde un número asociado directamente con un operador del CJNG.
La instrucción fue precisa: el objetivo ya estaba en posición. Inmediatamente después, Medina se alejó de su punto asignado, abriendo el corredor por donde entraría el sicario.
Medina no actuó solo. Otros escoltas clave completaron la operación.
Rodrigo Campos Ibarra, encargado de coordinar la ruta del alcalde, llevaba meses alterando los protocolos de seguridad: reducía personal, cambiaba rutas sin justificación y eliminaba controles.

La noche del ataque, confirmó a la Guardia Nacional que el operativo estaría “relajado”, una señal que ahora se interpreta como parte del plan.
Cuando el atacante fue sometido por ciudadanos, Hugo Rentería Solís, escolta personal del alcalde, ejecutó lo que la investigación identifica como su misión final: silenciar al autor material.
El disparo que le voló la cabeza al joven sicario de 17 años no fue un acto impulsivo, sino una orden directa del CJNG: evitar que el atacante hablara, revelara nombres o pagos.
Los siete escoltas —según los reportes periciales— vieron llegar al atacante y ninguno activó el protocolo de amenaza. Nadie rodeó al alcalde, nadie cubrió al niño, nadie llamó a emergencias de inmediato.
El flujo de dinero hacia los escoltas provino de cuentas asociadas a “Los Cannabis”, un brazo del CJNG en Uruapan bajo el mando de Ramón Álvarez Ayala, alias “El Runo”, el segundo o tercer hombre más poderoso del cártel solo detrás de “El Mencho”.

Según la fiscalía, El Runo ordenó la ejecución de Manso como represalia por la detención previa de René Belmonte “El Rino”, capo regional cuya captura había golpeado fuertemente las ganancias por extorsión del aguacate.
El sicario, Víctor Manuel, de 17 años, era un joven con problemas de adicción y sin ruta de escape asignada.
Fue reclutado como “soldado kamikaze”, una estrategia del CJNG para transmitir un mensaje de dominio total: si te enfrentas al cártel, morirás en público, sin salvación posible.
Los dos coordinadores operativos —Ramiro y Fernando Josué— fueron ejecutados por el propio CJNG nueve días después. Un clásico “cierre de ciclo” para eliminar testigos internos.

La investigación se volvió más explosiva cuando, en el celular de “El Licenciado” —líder operativo en Uruapan detenido el 18 de noviembre— se encontraron mensajes con funcionarios estatales.
En ellos se discutía la reducción de escoltas, el ajuste de rutas y la programación anticipada de los movimientos del alcalde.
Esta línea de investigación abre la posibilidad de que el homicidio de Manso no solo haya sido una operación criminal, sino una acción coordinada con sectores del gobierno estatal.
Las tensiones políticas añaden más sombras: el gobernador Alfredo Ramírez Bedoya había ridiculizado públicamente a Manso semanas antes del asesinato, y fue expulsado del funeral por ciudadanos que lo llamaron “traidor”.

La tragedia no termina con el asesinato del alcalde. Su hijo Dylan, de cuatro años, presenció todo. Cuando su padre cayó, él cayó con él, empapado en su sangre, gritando en shock. Los escoltas, paralizados o cómplices, no hicieron nada.
El testimonio más reciente de Medina aporta un giro aún más inquietante: la llamada que recibió doce minutos antes del ataque podría provenir no de un operador común del CJNG, sino de alguien con acceso institucional profundo dentro del aparato de seguridad estatal.
Si se confirma, México estaría frente a uno de los casos de infiltración más graves en la historia reciente.
La pregunta que surge, obligada y perturbadora, es sencilla pero devastadora:
¿Quién, desde las sombras, dio la luz verde para matar a Carlos Manso?
La respuesta podría estremecer no solo a Michoacán, sino a todo el país.