En medio de las luces deslumbrantes de Mazatlán —la ciudad turística más brillante del Pacífico mexicano— hubo una noche en la que todas las risas se apagaron en un instante.
Un joven estudiante desapareció sin dejar rastro, y detrás de esa oscuridad comenzó la batalla de una madre contra un sistema donde el crimen, la autoridad y el miedo parecen hablar el mismo idioma.
Carlos Emilio Galván Valenzuela, de 21 años, estudiante de criminología en la Universidad de Durango, viajó a Mazatlán con sus amigos y primos a comienzos de octubre de 2025.
Era un fin de semana de descanso, una escapada breve. Pero la madrugada del 5 de octubre marcó el inicio de una pesadilla sin fin.

A las 2:27 a.m., las cámaras de seguridad del club nocturno Terraza Valentinos registraron la última imagen de Carlos: se levantaba de la mesa para ir al baño. Nunca regresó. Su teléfono se apagó minutos después.
A la mañana siguiente, el dispositivo emitió una señal cerca del club, pero tres horas más tarde volvió a activarse, fugazmente, en la carretera rumbo a Tepic.
Para la familia, fue una prueba de que Carlos había sido movido por la fuerza. Para la fiscalía, solo un “error técnico”. Un error demasiado conveniente.
Cuando la Fiscalía General de Sinaloa (FGE) exigió revisar las grabaciones del local, descubrió que dieciocho minutos de video habían sido borrados, justo durante el lapso en que Carlos desapareció.

Los administradores del club culparon a una “falla eléctrica”. Sin embargo, los reportes de la compañía eléctrica desmintieron cualquier corte de energía en la zona.
Un experto en seguridad, contratado por la familia, determinó que las cámaras fueron apagadas manualmente. Desde ese momento, el caso se convirtió en un laberinto de silencios.
El expediente de investigación fue declarado “confidencial por riesgo operativo”, inaccesible incluso para la madre. Un exfuncionario admitió bajo anonimato: “Los archivos no se perdieron. Los escondieron.”
Esa misma noche, la zona VIP de Terraza Valentinos fue restringida con guardias armados. Empleados declararon —bajo miedo— que allí se realizaba una reunión privada entre personajes poderosos.
Entre ellos, una mujer conocida como “La Señora”, presunta operadora financiera vinculada al cártel de apuestas de Sinaloa.

Carlos, curioso por naturaleza y estudiante de criminología, pudo haber tomado el camino equivocado. Un mesero aseguró haber visto “a un joven con camiseta blanca y logo universitario siendo arrastrado por dos hombres hacia una puerta lateral”. Otro recordó un grito breve, seguido de silencio absoluto. Nadie se atrevió a denunciar.
Las sospechas apuntan a que Carlos fue testigo accidental de una transacción ilegal: tráfico de personas o lavado de dinero.
En su teléfono, se encontró un último mensaje de voz enviado a un amigo a las 2:25 a.m.: “Bro, no vas a creer lo que acabo de ver.” Fue lo último que se supo de él.
Desde entonces, la historia tomó un rumbo más oscuro: el de la resistencia. Brenda Valenzuela, la madre de Carlos, pasó de ser una mujer común a convertirse en símbolo de coraje. Cuando la policía le pidió “esperar 72 horas”, comprendió que no moverían un dedo.

Por su cuenta, comenzó a investigar. Ingresó en Terraza Valentinos junto a un abogado y periodistas solidarios. Recolectó facturas, testimonios, grabaciones.
Se unió al grupo de búsqueda Madres Buscadoras de Nayarit, donde encontró a otras mujeres con la misma herida.
En una excavación basada en un mensaje anónimo, no hallaron a Carlos, pero sí los restos de tres personas enterradas en bolsas negras.
Las amenazas no tardaron: llamadas anónimas, autos sospechosos frente a su casa, mensajes intimidantes.
Los medios locales recibieron advertencias para no cubrir “el caso Valentinos”. Pero Brenda se negó a callar. “Ya no tengo nada que perder”, dijo en una entrevista. “Solo tengo una cosa por defender: la verdad.”

El caso de Carlos Emilio trascendió su propia tragedia. Organismos internacionales de derechos humanos lo señalan como ejemplo del patrón de desapariciones en zonas turísticas controladas por el crimen organizado.
Detrás del brillo de los hoteles y la música banda, se esconden redes de tráfico humano, corrupción y complicidad institucional.
Mazatlán, la ciudad del mar y la fiesta, ahora es también la ciudad que aprendió a callar para sobrevivir. Nadie quiere hablar del caso Valentinos.
Los policías bajan la mirada, los reporteros cambian de tema, y el turismo continúa, como si nada hubiera ocurrido. Pero la memoria no obedece al miedo.
Brenda Valenzuela creó la fundación “Luz para los Nadie” —Luz para los que no tienen nombre— para apoyar a familias con seres queridos desaparecidos.

Con su voz firme, recorrió universidades, foros y pequeños medios de comunicación. Su mensaje era simple pero demoledor: “Si yo no hablo, ¿quién lo hará? Si yo tengo miedo, ¿quién encontrará a Carlos?”
Más de un año después, no hay detenidos, no hay avances, no hay justicia. Pero la historia de Carlos Emilio sigue viva, convirtiéndose en una grieta en el muro del silencio que domina México.
Mazatlán continúa celebrando sus festivales, Terraza Valentinos sigue abierto, las luces de la avenida costera brillan igual. Pero algo cambió para siempre: la confianza.
Detrás de cada sonrisa turística, flota la certeza de que cualquiera —un estudiante, un turista, un trabajador— puede desaparecer de un segundo a otro.
Carlos Emilio ya no es solo un nombre en una lista. Es el espejo incómodo de un país que teme mirar su verdad. Y mientras el poder siga comprando silencio, serán las madres —como Brenda— quienes conserven viva la memoria, buscando entre la oscuridad con la esperanza de que un día, finalmente, la luz regrese.