A las tres de la mañana, en el apartamento presidencial del centro de Ciudad de México, suena una llamada urgente que rompe el silencio.
Del otro lado de la línea, la voz temblorosa de Claudia Sheinbaum apenas logra pronunciar unas palabras: “Omar… hay alguien en el pasillo… escucho pasos… están diciendo mi nombre”.
El jefe de Seguridad, Omar Harfuch, reacciona de inmediato. Sin ponerse siquiera la chaqueta, activa el “código nocturno”, un protocolo reservado para amenazas internas o intentos de infiltración en los niveles más altos del gobierno.
En menos de tres minutos, todo el ala norte del edificio presidencial queda sellada. Los equipos tácticos se desplazan sin luces, sin sirenas, solo con órdenes en clave.

Pero lo que descubrirían no era un simple intento de intrusión: era el inicio de una crisis que pondría en duda la lealtad dentro del círculo más cercano del poder.
De acuerdo con un informe confidencial filtrado semanas después, el sistema electrónico de acceso había registrado una actividad inusual doce minutos antes de la llamada de Sheinbaum. Una tarjeta de seguridad de nivel máximo fue usada para abrir el pasillo norte: pertenecía al agente Ramírez, quien oficialmente no tenía turno esa noche.
La mandataria había despertado sobresaltada por ruidos metálicos y puertas cerrándose. Al intentar comunicarse con los guardias, ninguno respondió. En ese instante comprendió que el peligro no venía de afuera, sino de adentro.
Harfuch, con su instinto de veterano, ordenó a la presidenta encerrarse y mantener comunicación solo por canal encriptado. Al revisar los registros de acceso, el hallazgo fue claro: alguien con credenciales de alto nivel se movía libremente dentro del perímetro presidencial.

A las 3:17 a. m., una unidad de reacción rápida detuvo a un intruso en la sala de archivos. Llevaba consigo un sobre negro y una memoria USB con la etiqueta “Red”. Al ser reducido, pronunció una sola frase:
“Los archivos están comprometidos.”
Durante el interrogatorio inicial afirmó no haber ido a robar, sino a entregar algo directamente a la presidenta. Advirtió que si el sobre era abierto en un dispositivo conectado a la red interna, todo el sistema de datos del gobierno sería destruido.
Harfuch aisló el objeto y lo llevó a una sala de verificación física. Dentro del sobre había una tarjeta de memoria y una nota escrita a mano:
“No confíes en el anillo interno. Te están grabando.”

El contenido de la memoria era aún más inquietante: un video sin sonido, pero con subtítulos. Cinco figuras aparecían en la grabación — tres de ellas, altos funcionarios de seguridad nacional — discutiendo la activación de un “protocolo interno”.
Ese término, conocido solo por unos pocos, correspondía a un mecanismo de emergencia que podía borrar toda evidencia digital del sistema presidencial.
El video se interrumpe bruscamente con un mensaje en pantalla:
“Autenticación remota detectada.”
Alguien estaba accediendo a los servidores con credenciales equivalentes o superiores a las de la propia presidenta.
Los ingenieros de seguridad siguieron el rastro digital hasta un servidor móvil en la colonia Roma Norte, pero el tiempo jugaba en su contra. En las pantallas apareció una barra de progreso:
“Protocolo en curso: 87%.”
La operación de borrado masivo ya estaba en marcha.

El responsable, según descubrieron, era Luis Nera, subsecretario técnico de inteligencia — uno de los hombres más cercanos a Sheinbaum, encargado de diseñar el propio sistema de autenticación biométrica presidencial.
Cuando Harfuch lo confrontó, Nera no mostró miedo. Con voz pausada dijo:
“Esto no es traición. Es una limpieza. Hemos permitido que el sistema de vigilancia se convierta en un instrumento de control entre nosotros mismos. La llamada de las tres fue el detonante. Todo debía empezar ahí.”
Frente a los ojos del jefe policial, Nera introdujo la secuencia final. Aunque intentaron cortar la energía, el protocolo se completó. Todos los servidores, archivos y canales de comunicación fueron eliminados desde la raíz.

No quedó rastro alguno. No hubo alarma. Solo silencio.
Al amanecer, en la oficina presidencial, Sheinbaum observó la pantalla donde parpadeaba una última frase:
“Ustedes no entienden, esto apenas comienza.”
El incidente no fue un ataque cibernético común, sino una purga interna perfectamente calculada. Los enemigos no estaban afuera, sino dentro del mismo sistema, vestidos con el mismo uniforme, hablando el mismo lenguaje de lealtad.
Días después, Harfuch describió el suceso como “una demostración de poder silenciosa y precisa”: una forma de dominación que no necesita balas, solo una línea de código para borrar la memoria de todo un Estado.

El evento jamás fue reconocido oficialmente, pero dentro de los pasillos del poder todos lo saben: desde aquella madrugada, entre Claudia Sheinbaum y Omar Harfuch existe una distancia que no se mide en metros, sino en confianza.
Y mientras los archivos destruidos siguen siendo un misterio, una sola pregunta continúa resonando en las sombras de la política mexicana:
¿Quién realmente dio la orden de empezar todo a las tres de la mañana?