Nadie imaginó que la noche del 2 de noviembre de 2025 se convertiría en una fecha marcada por la tragedia en la historia política de México.
Cuando los disparos retumbaron en la plaza principal de Uruapan, el país entero se paralizó. Carlos Manso, exalcalde valiente y desafiante ante el crimen organizado, cayó abatido.
Y desde ese instante, México entró en una tormenta sin precedentes: Claudia Sheinbaum convocó una reunión de emergencia, Omar García Harfuch aterrizó en Michoacán, y 13 miembros del cártel de Sinaloa fueron capturados.

Pero detrás del discurso oficial y de las imágenes del poder en acción, una pregunta resuena entre la gente: ¿quién controla realmente la noche mexicana, el Estado o las sombras?
Carlos Alberto Manso Rodríguez, conocido por su frase “nunca me arrodillaré ante los criminales”, fue asesinado frente a sus propios ciudadanos. Murió en el hospital Fray Fran de San Miguel apenas 40 minutos después del ataque.
En el lugar, la policía aseguró una pistola calibre 9mm, siete casquillos y abatió a uno de los atacantes. Otros dos fueron arrestados, mientras Víctor Hugo, regidor del cabildo, resultó herido de gravedad.
Los testigos coincidieron: “No eran sicarios comunes. Se movían como militares, sabían exactamente qué hacían.” Esa afirmación bastó para alimentar la sospecha de que detrás del crimen existía una operación cuidadosamente planificada.

Durante la madrugada, la Fiscalía General del Estado de Michoacán (FGE) desplegó peritos y agentes especiales con la promesa de “aclarar el caso lo antes posible”.
Sin embargo, la confianza pública se evaporó cuando se confirmó que las cámaras de seguridad habían sido desconectadas minutos antes del ataque. Un vecino resumió el sentimiento popular: “Nada de esto fue casualidad. Alguien quería silenciarlo para siempre.”
Horas después, la presidenta Claudia Sheinbaum reunió de urgencia al gabinete de seguridad en el Palacio Nacional. Entre los presentes estaban Omar García Harfuch, los titulares de Defensa, Marina, Gobernación, la Guardia Nacional y Seguridad Pública. En un mensaje televisado, Sheinbaum advirtió: “Nadie puede desafiar al Estado. Los responsables pagarán.”
Harfuch, firme y lacónico, añadió: “Si no reaccionamos hoy, mañana matarán a los gobernadores.” Sus palabras se viralizaron en cuestión de minutos, convertidas en símbolo de autoridad y advertencia. Pero también despertaron otra inquietud: ¿era una promesa de justicia… o una amenaza política?

Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Gobernación, expresó condolencias a la familia Manso y aseguró que habría justicia. No obstante, en las calles de Uruapan la gente encendía velas y repetía una sola frase: “Ya no creemos.” El país, acostumbrado a la violencia, se hundía un poco más en el escepticismo.
Mientras el gobierno intentaba controlar la narrativa, la oposición aprovechó el golpe.
Jorge Álvarez Máynez fue acusado de usar la tragedia como arma política. El movimiento Generación Z, encabezado por Claudio X. González, lanzó una campaña para exigir la destitución de Sheinbaum y la renuncia del gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedoya.
Los medios oficialistas contraatacaron: “Esto es manipulación emocional —dijeron—, la violencia es herencia de los gobiernos del PRI y del PAN.” Recordaron los años de Felipe Calderón y Genaro García Luna, cuando el cártel de Sinaloa operaba con protección desde las más altas esferas.

Pero las tragedias no llegaron solas. Ese mismo domingo, Hermosillo (Sonora) ardía en llamas. Una explosión en la tienda Waldos dejó 23 muertos y 11 heridos, entre ellos cuatro menores.
Sheinbaum ordenó el envío de equipos de emergencia y Alfonso Durazo, gobernador del estado, prometió una investigación “transparente y exhaustiva”.
Horas más tarde, la Marina mexicana capturó a 13 integrantes del grupo Los Mayos, brazo del cártel de Sinaloa. En los videos difundidos, se ve a los detenidos hincados, con las manos atadas, rodeados de vehículos blindados. La prensa internacional describió el día como “un domingo que México nunca olvidará”.
En paralelo, las tensiones políticas se dispararon.
Arturo Ávila, vocero de Morena, ridiculizó a la oposición llamando a Claudio X. González “el arquitecto del fracaso”. Denunció que el PAN intenta reclutar jóvenes ofreciendo “un iPhone 17 mensual”.

En Chihuahua, Maru Campos, gobernadora panista, amenazó con demandar a Luisa María Alcalde por difamación. Los analistas calificaron su postura de “autovictimización política”.
Y Alito Moreno, líder del PRI, fue exhibido por ausentarse de 21 sesiones del Senado para realizar viajes al extranjero, prueba de una clase política desconectada y decadente.
Mientras tanto, desde Washington, el Departamento de Estado expresó “profunda preocupación por la inseguridad en México”.
Coincidió con la imposición de aranceles del 25% a los camiones importados, medida que golpea directamente a la industria mexicana. Los expertos advierten: el gobierno enfrenta una doble crisis —violencia interna y tensión económica— que podría redefinir el futuro del país.
En redes sociales, la imagen de Harfuch descendiendo del helicóptero en Uruapan, con chaleco antibalas y rostro imperturbable, se volvió viral.

Para algunos, representa la esperanza de orden; para otros, la consolidación de un poder militarizado que avanza bajo el discurso de la seguridad.
Detrás de las luces y los discursos, crece una sensación inquietante: México ya no sabe si está siendo gobernado… o vigilado.
Un solo día, tres catástrofes.
Un país cubierto de miedo, pólvora y sospechas.
Y cuando cae la noche sobre Uruapan, la pregunta sigue sin respuesta:
¿Quién controla realmente el destino de México —el gobierno o el crimen?