Sentado en su casa de Barcelona, rodeado de libros, discos y un ambiente casi melancólico, el cantautor miró a la cámara con la serenidad de quien ha vivido mucho… y de quien ya no le debe explicaciones a nadie.
A sus 81 años, decidió hacer algo que evitó durante toda su carrera: dar nombres.
Nombres de personas que no perdona.
Nombres que, según él, lo marcaron para siempre.
El primero fue un viejo conocido del mundo político, un ministro cultural de la transición al que Serrat ayudó públicamente y que luego, en privado, le cerró las puertas.
“Me usó como puente y luego me trató como un peón”, dijo sin titubeos.
No mencionó solo el cargo: mencionó nombre, apellido y hasta año exacto.
Fue un dardo directo al corazón del poder que lo acompañó durante parte de su carrera.
Silencio en el plató.
Nadie respiraba.
El segundo nombre pertenecía a alguien mucho más cercano: un antiguo compañero de escenario, un artista catalán con el que compartió giras, hoteles y canciones…hasta que los contratos y la avaricia lo transformaron en un traidor silencioso.
“Sabía que me robaba minutos, sabía que mentía, pero fingía afecto.
Lo peor no fue la traición… fue haberme hecho creer que éramos hermanos”.
Con esa frase, dejó en claro que la herida no fue profesional, fue fraternal.
El tercero sorprendió incluso a sus fans más cercanos: una periodista cultural, reconocida y aplaudida, con la que tuvo una relación cercana durante años.
“Siempre pensé que me entendía.
Que escribía desde la admiración.
Hasta que un día, sin razón, comenzó a envenenarme en columnas disfrazadas de crítica.
La decepción fue tan grande que me dolió más que un titular: me dolió el silencio con el que me remató”.
La mirada de Serrat se oscureció por unos segundos tras decirlo.
Pero el cuarto rostro fue, quizás, el más inesperado: un familiar.
“No diré el parentesco exacto porque no quiero arrastrar a nadie más.
Pero confié, ayudé, puse todo… y aun así, eligió irse cuando más lo necesitaba.
No por distancia, sino por egoísmo.
Hay quienes te abandonan sin marcharse físicamente, y eso… no se perdona”.
Las redes estallaron en teorías apenas terminó la entrevista, intentando identificar a esa figura fantasma dentro del árbol genealógico del cantante.
El quinto y último nombre no lo dijo.
Pero fue el más fuerte de todos.
Porque no era una persona… sino él mismo.
“No me perdono haber callado durante tanto tiempo.
No haberme enfrentado antes.
No haberme cuidado lo suficiente.
Todos estos años canté para otros, escribí sobre el mundo… pero me olvidé de escribir sobre mí”.
Un silencio incómodo llenó la sala.
Era la confesión más dolorosa: la de un hombre que, a pesar del éxito, aún carga con culpas propias.
La entrevista, que fue publicada sin edición ni cortes, se convirtió en tendencia global.
No por el escándalo de los nombres, sino por la crudeza con la que un ícono cultural desnudó su humanidad.
Ya no estaba el Serrat poeta.
Estaba el Serrat herido, envejecido, pero increíblemente lúcido.
Desde entonces, ninguno de los mencionados ha respondido.
Ni desmentidos, ni declaraciones.
Solo un silencio denso que huele a verdad incómoda.
Porque cuando alguien como Serrat habla, el mundo escucha… aunque no todos tengan el valor de contestar.
Y mientras muchos aún intentan asimilar esa lista de ausencias imperdonables, el cantautor parece haber encontrado una extraña paz.
“No los odio, no los deseo mal.
Simplemente, ya no los cargo”, dijo al final.
Y quizás ahí esté la mayor enseñanza de esta revelación: que a veces, el perdón no es un acto de nobleza… sino de supervivencia.
Pero él ya lo decidió: a esos cinco, no los perdona.
Y por primera vez, su canción más honesta no se canta… se confiesa.