Julio César Chávez Jr., hijo del legendario campeón mexicano, siempre fue visto como el heredero natural de una dinastía pugilística.
Sin embargo, detrás de esa imagen pública que llenaba estadios y pantallas, se ocultaba una realidad mucho más siniestra y perturbadora.
Las autoridades mexicanas, tras meses de investigaciones y escuchas telefónicas, descubrieron que Chávez Jr. no solo mantenía vínculos con el cartel de Sinaloa, sino que desempeñaba un papel macabro como “ajustador de cuentas” o torturador oficial.
El boxeador utilizaba su fuerza física, conocimiento anatómico y técnica aprendida en el ring para infligir castigos brutales a quienes desobedecían o cometían errores dentro de la organización criminal.
Las víctimas eran literalmente colgadas y golpeadas como sacos de boxeo humanos, en sesiones que podían durar horas y, en muchos casos, terminar con la muerte.
Esta doble vida —boxeador de día, torturador de noche— no era un rumor ni una exageración cinematográfica.
La Procuraduría General de la República (PGR) interceptó conversaciones entre 2021 y 2022 donde se escuchaba a Chávez Jr. coordinar estos castigos con Néstor Isidro Pérez Salas, alias “El Niní”, uno de los lugartenientes más sanguinarios del cartel y su cómplice en estos crímenes.
Por cada trabajo, el boxeador recibía pagos que iban desde 20,000 hasta 100,000 dólares, superando ampliamente sus ingresos oficiales por peleas.
Esta escalada económica y operativa lo convirtió en una pieza clave dentro del aparato de violencia del cartel.
Los testimonios de sobrevivientes protegidos describen cómo Chávez Jr. aplicaba sus golpes con precisión científica, midiendo la resistencia de sus víctimas y prolongando el sufrimiento con pausas calculadas.
Incluso desarrolló una “prueba macabra”: si la víctima resistía cierto número de golpes sin perder la conciencia, podría ganar la libertad.
Este perverso juego de vida o muerte evidenciaba una mente fría y calculadora, capaz de disociar emociones y convertir la tortura en una rutina profesional, similar a un entrenamiento en el gimnasio.
La conexión familiar también jugó un rol fundamental.
Chávez Jr. está casado con Frida Muñoz, viuda de Edgar Guzmán López, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán.
Esta unión lo vinculó directamente a la familia Guzmán y le otorgó protección, acceso y autoridad dentro del cartel, facilitando su integración en la estructura criminal.
Su padre, Julio César Chávez Sr., aunque nunca involucrado en actividades ilícitas, mantenía relaciones cordiales con líderes del narcotráfico, lo que allanó el camino para que su hijo se adentrara en este oscuro mundo.
Las torturas se realizaban en propiedades rurales y aisladas de Sinaloa, acondicionadas para que los gritos no fueran escuchados y donde la violencia se normalizaba hasta convertirse en espectáculo para sicarios y líderes del cartel.
El sistema criminal que habían montado Chávez Jr. y El Niní incluía médicos corruptos, transportistas y técnicos para mantener a las víctimas vivas y limpiar las escenas, mostrando un nivel de sofisticación aterrador.
La captura de El Niní en noviembre de 2023, tras una operación masiva en Culiacán, fue el inicio del fin para esta red de tortura.
Su cooperación con las autoridades estadounidenses reveló detalles devastadores que implicaron directamente a Chávez Jr.
En julio de 2024, Julio César Chávez Jr. fue detenido en California durante una rutina de ejercicio.
Su estatus migratorio irregular facilitó su deportación rápida a México, donde enfrenta cargos por crimen organizado, tráfico de armas y tortura.
Este caso no solo representa la caída de un deportista, sino la perversión del boxeo, un símbolo nacional de orgullo, convertido en herramienta de violencia extrema.
La historia de Chávez Jr. es un reflejo brutal de cómo el crimen organizado puede corromper incluso las instituciones más respetadas y cómo la violencia puede normalizarse hasta en los rincones más inesperados.
Las secuelas de sus acciones no solo afectan a las víctimas directas, sino también a sus familias y comunidades, dejando heridas psicológicas y sociales que perdurarán generaciones.
Además, este caso plantea preguntas inquietantes sobre cuántos otros deportistas o figuras públicas podrían estar envueltos en actividades similares, ocultas tras fachadas de éxito y fama.
La cultura de la masculinidad tóxica en el boxeo, la falta de apoyos psicológicos y la presión por mantener apariencias pueden ser terreno fértil para que tragedias como esta se repitan.
La justicia mexicana y estadounidense continúan investigando y desmantelando las redes criminales, pero la sombra que deja este caso es profunda y difícil de borrar.
Julio César Chávez Jr. pasó de ser un ídolo deportivo a un símbolo de la corrupción y la violencia que acechan al deporte y a la sociedad mexicana.
Este relato es una advertencia dolorosa sobre los peligros de la doble vida y el costo humano que tiene la mezcla entre fama, poder y crimen.
En última instancia, la caída de Chávez Jr. nos obliga a reflexionar sobre los valores que queremos preservar en el deporte y en la sociedad, y a exigir que el legado del boxeo mexicano vuelva a ser sinónimo de honor, disciplina y esperanza.