Aquella tarde en Ciudad Judicial —el corazón del sistema judicial de la capital— el sol caía con un brillo hiriente sobre el pavimento. Minutos después, ese mismo suelo se teñiría de sangre.
David Cohen-Sakal, el abogado conocido como “el guardián de los secretos del poder”, descendía de su vehículo negro cuando tres detonaciones retumbaron en el aire.
Cayó en menos de siete segundos, ante la mirada atónita de funcionarios y colegas. Pero el verdadero horror no fue el sonido de los disp
aros, sino quién permitió que sucedieran.

David Cohen-Sakal era una figura respetada y temida a la vez. Había representado a políticos, empresarios y magistrados en casos que moldearon el destino político del país.
Detrás de su impecable carrera se escondía un hombre que había visto demasiado, un testigo silencioso de los pactos que mantenían al poder en pie.
En un sistema donde la justicia se compra y la verdad tiene precio, Cohen era un hombre que sabía demasiado… y que se negaba a callar.
Meses antes de su asesinato, Cohen comenzó a reunir documentos que él mismo denominó “la bomba judicial”: un expediente secreto con pruebas, transferencias bancarias y registros de propiedades vinculadas a una red de lavado de dinero que alcanzaba a altos funcionarios.

Según personas cercanas, planeaba entregarlo a la Fiscalía Anticorrupción. Sabía que aquel acto sería su sentencia. “En este juego, nadie muere por accidente”, dijo en una entrevista. “Cada muerte tiene un propósito”.
El 8 de octubre, ese propósito lo alcanzó.
Según los testigos, el atacante era un joven delgado, con sudadera negra y gorra. Caminó con calma hacia Cohen, levantó el arma y disparó tres veces a quemarropa.
No hubo robo, discusión ni advertencia. Fue una ejecución limpia, precisa, planificada por alguien que conocía al detalle los movimientos del abogado, incluso el minuto exacto en que bajaría del coche.

Pero el detalle más estremecedor vino después: los sicarios detenidos afirmaron que Cohen había sido entregado por su propio equipo de seguridad.
“Lo entregaron”, dijo uno de los detenidos. “La orden vino de arriba”. Los investigadores confirmaron que solo los guardaespaldas más cercanos conocían su itinerario y la hora de salida. Todo indica que la traición vino desde dentro.
Horas después, la policía capturó al presunto asesino a cuatro cuadras del lugar. Tenía apenas dieciocho años, sin antecedentes penales ni vínculos con bandas criminales.
En su mochila había ropa limpia, dinero en efectivo y un teléfono sin chip. No opuso resistencia, no lloró, no dijo una palabra. Durante el interrogatorio, respondió a todas las preguntas con una sola frase:

“No recuerdo.”
Hasta que, tras insistirle, pronunció la frase que lo cambiaría todo:
“Solo hice lo que me dijeron que hiciera.”
Esa frase abrió una grieta en el caso. ¿Quiénes eran “ellos”? ¿Y quién podía dar una orden con tal nivel de precisión?
Un informe interno reveló que el joven fue reclutado a través de redes sociales y recibiría 300.000 pesos por “una tarea rápida”.
Mencionó el nombre de “El Goofy”, un hombre con antecedentes por extorsión, originario de Xochimilco. La policía preparó un operativo para detenerlo, pero, inexplicablemente, la orden fue suspendida a último momento. La justificación oficial: “Faltan elementos suficientes”.

Mientras tanto, las irregularidades técnicas comenzaron a multiplicarse. El teléfono del atacante fue manipulado antes de llegar al laboratorio forense; varios archivos fueron borrados.
Horas después, una parte del expediente desapareció del sistema judicial. Cuando reapareció, los metadatos habían sido modificados: faltaban los nombres de un juez y de un empresario relacionados con el caso.
En cuestión de horas, el relato oficial cambió tres veces. Por la mañana, era una “disputa personal”; al mediodía, un “conflicto laboral”; por la noche, “un ataque sin motivo aparente”. En menos de 24 horas, una ejecución pública se transformó en un misterio burocrático.
Los colegas de Cohen afirman que, días antes de morir, lo notaron tenso pero decidido. “Si callo, ellos seguirán. Si hablo, se van a asustar”, habría dicho en una reunión privada. No tuvo tiempo de hacerlo.

La muerte de David Cohen-Sakal es el golpe más devastador a la credibilidad del sistema judicial mexicano en los últimos años.
Plantea preguntas dolorosas: ¿qué tan seguro está quien decide enfrentarse al poder? ¿Cuánto vale la vida de un hombre que decide no vender su silencio?
Una fuente de la fiscalía asegura que el presunto asesino pudo haber sido detenido antes del ataque, y que la “captura en flagrancia” fue una puesta en escena.
Si eso se confirma, este caso no sería solo un crimen, sino una traición institucional, donde quienes juraron defender la ley participaron en su destrucción.

Han pasado más de diez días y nadie ha sido procesado. La familia Cohen exige una investigación independiente, pero su solicitud fue aplazada “por falta de fundamentos legales”.
Los documentos que Cohen recopiló —la supuesta “bomba judicial”— permanecen bajo resguardo en una pequeña oficina de abogados en Polanco, esperando el día en que alguien se atreva a abrirlos.
Quizás Cohen ya no esté vivo, pero sus secretos sí. Y si esos archivos salen a la luz, podrían detonar la mayor crisis de legitimidad del poder judicial en la historia reciente de México.
David Cohen-Sakal solía decir:
“La justicia no necesita héroes. Solo necesita a quien tenga el valor de decir la verdad.”
Hoy, sus palabras resuenan como una advertencia amarga. Porque en el juego del poder, a veces el único que se atreve a decir la verdad… es también el primero en ser silenciado.