Washington toca la puerta de México con un mensaje frío. Y en Ciudad de México, un gobierno que apenas comenzaba a estabilizar su poder se enfrenta ahora a una crisis que jamás imaginó tener tan cerca.
El asesinato del alcalde Carlos Manzo en Michoacán, según múltiples fuentes de seguridad, ha superado la categoría de un hecho violento más:
se ha convertido en un detonador geopolítico, capaz de modificar la política estadounidense hacia Claudia Sheinbaum y de colocar a México en un estado de alerta que no se veía desde inicios del siglo.
Incluso dentro del propio gobierno mexicano, asesores y funcionarios —siempre a puerta cerrada— reconocen que lo que está ocurriendo ya no es una tensión diplomática ordinaria.

Es un viraje estratégico. Estados Unidos, cada vez más impaciente ante la crisis del fentanilo y el deterioro territorial de México, evalúa acciones unilaterales que podrían cambiar la arquitectura de seguridad regional.
Y eso es precisamente lo que más teme Sheinbaum: no la amenaza militar en sí, sino lo que podría revelarse si Washington decide actuar.
La paciencia de Washington se agotó hace tiempo, y hoy se mide en el número de estadounidenses que mueren a diario por sobredosis de fentanilo, una sustancia que fluye por rutas controladas por grupos criminales desde territorios donde el Estado mexicano perdió la capacidad de gobernar.
Los organismos de inteligencia de EE. UU. ya no hablan en condicional: amplias zonas de Michoacán, Guerrero, Zacatecas o Tamaulipas funcionan como microestados criminales, donde la ley mexicana solo existe en el papel.

En ese escenario, el homicidio de Carlos Manzo fue la gota que derramó el vaso. Que un alcalde fuera ejecutado a plena luz del día en Uruapan —un nodo crucial del crimen organizado— obligó a Washington a abandonar la ficción de que México logrará controlar la situación por sí solo.
El Congreso, el Pentágono y la Casa Blanca comenzaron a debatir la misma pregunta: “¿Ha perdido México el control de su propio territorio?” Y si la respuesta es “sí”, entonces los EE. UU. deberán actuar por su propia seguridad nacional.
Este giro se ha hecho visible en movimientos sin precedentes:
– Donald Trump, según medios estadounidenses, recibió un informe detallado sobre posibles operaciones contra los cárteles.
– La directora de Inteligencia Nacional, Tulsi Gabbard, habló de un estado de “alerta permanente”.
– El secretario de Defensa, Pete Hexet, ordenó destruir embarcaciones vinculadas al narcotráfico a cientos de kilómetros de la costa mexicana, una maniobra que el Pentágono describe como “despliegue disuasivo abierto”.

Cada acción envía el mismo mensaje: EE. UU. no solo observa; se está preparando.
Ante esta fase de tensión, la reacción de Claudia Sheinbaum es observada con creciente escepticismo. Al enfrentar a la prensa, la presidenta no presentó un plan de inteligencia, una estrategia territorial ni una propuesta de cooperación renovada.
En lugar de ello, negó de manera tajante cualquier posibilidad de intervención estadounidense y apeló al discurso de la “defensa de la soberanía”.
Lo que más sorprendió —y generó polémica— no fue la negación en sí, sino la forma: Sheinbaum recurrió al Himno Nacional. Un gesto simbólico, pero vacío de contenido operativo.
En un contexto donde el país enfrenta una pérdida real de control territorial, sustituir la política con símbolos fue interpretado como un síntoma de vacío de poder.

Para muchos analistas, se trata de una réplica exacta de la estrategia de López Obrador: movilizar el nacionalismo emocional para evitar discutir responsabilidades y desviar la atención de los vínculos entre Estado y crimen organizado.
Incluso dentro de Morena, voces discretas reconocen que los símbolos ya no bastan. México no necesita himnos ni consignas: necesita autoridad estatal, y esa autoridad se debilita cada día.
Detrás de las declaraciones oficiales, el verdadero temor de Sheinbaum —como coinciden varios expertos en seguridad— no es que soldados estadounidenses crucen la frontera.
Lo que realmente inquieta a su gobierno es que una operación estadounidense, incluso limitada y enfocada en cárteles, pueda abrir puertas que la administración mexicana ha mantenido cerradas durante años: archivos, bases de datos, reportes confidenciales, nombres de funcionarios, rutas financieras, registros de protección política.
La intervención más peligrosa no sería militar, sino informativa. Porque si Estados Unidos accede a esa información, podría exponer sin filtros la colusión entre autoridades y crimen organizado —una red de complicidades que no solo comprometería al gobierno actual, sino a toda la arquitectura política que la 4T ha protegido durante dos sexenios.

Por eso el gobierno mexicano busca transformar la crisis en un espectáculo político. Enarbola la bandera, invoca la historia, dramatiza la “defensa nacional”.
Pero mientras se pronuncian discursos, los cárteles avanzan, las instituciones colapsan y los servicios de inteligencia estadounidenses siguen trazando mapas, rutas y nombres que han acumulado durante años.
Para varios analistas, Sheinbaum está replicando el método de Nicolás Maduro: convertir la crisis de seguridad en una “cruzada nacionalista”, donde toda crítica interna se presente como traición a la patria. Pero esa estrategia solo funciona cuando el Estado conserva el control.
Cuando el control lo tienen los grupos criminales, la narrativa patriótica no es más que pintura sobre una estructura que se desmorona.
El eje central de la tensión actual se resume en una sola pregunta: ¿qué ocurre después del asesinato de Carlos Manzo?

Para Washington, este caso demuestra que México ya no garantiza su propia seguridad.
Para México, es el acontecimiento que podría abrir la puerta a un escenario irreversible.
Para Sheinbaum, es el episodio que la obliga a recurrir a los símbolos porque ha perdido los instrumentos reales del poder.
Estados Unidos calcula sus próximos pasos. México contiene el aliento. Y entre ambos países, los cárteles aprovechan el vacío para consolidar territorios, justo cuando Washington evalúa si debe ocupar ese mismo vacío.
Como concluyen varios especialistas, lo más alarmante no es la posibilidad de una intervención estadounidense, sino algo más profundo: todo lo que México ha intentado ocultar podría salir a la luz si EE. UU. decide actuar.
En medio de este terremoto geopolítico, el nombre de Carlos Manzo deja de ser solo una víctima. Se convierte en el punto de partida de la mayor reconfiguración estratégica en la historia reciente de México.