Una mochila deportiva azul, unos billetes arrugados y un cuaderno escolar que parecía inofensivo se convirtieron en las piezas clave para descubrir una de las redes de extorsión más sofisticadas que operaban en pleno corazón de la Ciudad de México.
Bajo la dirección directa de Omar García Harfuch, las autoridades capitalinas ejecutaron la captura de Karen Selene, conocida entre los comerciantes como “la pesadilla de Guerrero”.
Pero detrás de esa detención que conmocionó al país no sólo hay un caso policial: es el retrato de un sistema paralelo, donde el miedo, la corrupción y la impunidad se entrelazan en un mismo tejido invisible.
Karen Selene, también identificada como Karen Selén, fue arrestada a las 4:17 de la madrugada en la zona de Santa Veracruz.
Llevaba consigo una mochila azul con 10 envoltorios de hierba seca, 30 dosis empaquetadas, dos teléfonos —uno nuevo y otro viejo, con la pantalla rota— y 4.500 pesos en billetes gastados.
Paradójicamente, fue ese teléfono Nokia, deteriorado y olvidado, el que se convirtió en la llave del caso: en su memoria había mensajes cifrados, fotos de cortinas metálicas marcadas con las letras DA en rojo, capturas de transferencias y listas completas de negocios extorsionados.
Los investigadores descubrieron que Karen no era una simple cobradora. Era la jefa de la “Célula 2 de Abril”, brazo financiero del grupo Fuerza Antiunión, responsable de la extorsión sistemática en la zona centro.

En su ruta, 64 establecimientos comerciales pagaban “cuotas de protección” cada semana. Sólo en su sector recaudaba más de 80.000 pesos mensuales, y formaba parte de una red de al menos seis cobradores que operaban con precisión empresarial.
Según fuentes de la Fiscalía, Karen había trabajado por más de un año. Cada jueves recorría las mismas calles, a la misma hora, con el mismo método: recogía sobres, anotaba cifras, tomaba fotos y entregaba el dinero al final de la semana.
En Guerrero, nadie se atrevía a preguntar ni a retrasarse. Todos sabían lo que podía ocurrir si alguien decía “no”. El miedo era la moneda más estable del mercado.
Durante el cateo en su domicilio, los agentes hallaron a su hermano escondido dentro de un clóset. El joven confesó que ayudaba a su hermana a trasladar el dinero cuando ella no podía hacerlo.

En la mesa del comedor había un cuaderno escolar de tapa azul, donde se registraba todo con precisión contable: nombres, apodos, direcciones, montos, fechas y frecuencias de pago.
Junto a él, 30 etiquetas con códigos QR que al escanearse redirigían a cuentas digitales con nombres falsos. Los comerciantes creían estar pagando por un servicio de vigilancia vecinal; en realidad, estaban financiando una red criminal perfectamente organizada.
La investigación se remonta a seis meses atrás, cuando un comerciante denunció haber recibido una amenaza:
“Si no pagas, vamos a quemar tu negocio.”
En febrero ya había ocho denuncias idénticas; en marzo, dieciséis expedientes mostraban el mismo patrón: cobro semanal, amenazas directas y pintas rojas en las fachadas.

Fue entonces cuando las autoridades comprendieron que no se trataba de delincuentes improvisados, sino de una estructura jerárquica con contabilidad, logística y reglas internas.
Las cámaras ocultas instaladas durante la vigilancia revelaron un patrón milimétrico: la misma ruta, la misma hora (de 3 a 6 a.m.), y siempre la misma figura con una mochila.
Durante tres días la policía siguió sus pasos hasta que, en una madrugada silenciosa, intervino en el momento exacto del cobro. La detención fue tan limpia como inesperada: Karen no alcanzó ni a desbloquear su teléfono.
Pero el hallazgo más inquietante no estaba en la mochila azul, sino en la agenda del teléfono. Entre los contactos, un nombre resaltó: “Don Mario Refacciones.”
Ese mismo hombre había aparecido en tres denuncias anteriores como supuesto víctima de extorsión. Sin embargo, las cámaras del C5 lo captaron saliendo de su local cada viernes por la mañana con una mochila negra que entregaba en una casa de la colonia Doctores, punto ya identificado como centro de acopio.

La realidad era otra: Don Mario no era víctima, sino enlace operativo del grupo. Recolectaba el dinero de su zona, lo consolidaba y lo entregaba semanalmente, a cambio de una comisión del 8% y la garantía de que su propio negocio no sería tocado.
En el cuaderno de Karen había una nota que heló a los investigadores:
“Don Mario resuelve rápido. Sabe demasiado.”
Esa frase bastó para entender por qué, cuando Karen cayó, Don Mario decidió colaborar. No por arrepentimiento, sino por supervivencia.
La “Célula 2 de Abril” funcionaba como una empresa del miedo. Cada zona era una “sucursal” con metas y reportes. En los planes incautados se encontraron proyecciones de expansión:
“Morelos – marzo. Doctores – abril. Obrera – mayo.”
A un costado, números que indicaban la cantidad de negocios objetivo por colonia. Era una planificación empresarial del delito.

Las órdenes llegaban desde prisión, donde los líderes El Palillo y El Chispa cumplían condena. A través de esposas, abogados y mensajeros en las visitas, instruían ajustes de cuotas, relevos de cobradores y sanciones a quienes no cumplían.
El dinero fluía hacia cuentas fantasmas, administradas por prestanombres que cobraban 5% de comisión, y de ahí pasaba a brokers de efectivo en La Merced y Central de Abasto.
Cada ruta generaba entre 15.000 y 25.000 pesos semanales, una entrada constante que financiaba abogados, sobornos, armas y la vida de los líderes dentro de prisión. Era, en palabras de un investigador, “un negocio más rentable y predecible que el narcotráfico”.
En conferencia de prensa, Omar García Harfuch fue categórico:
“No basta con detener personas; hay que destruir las estructuras.
La extorsión sólo termina cuando toda la cadena —cobradores, enlaces, beneficiarios— deja de existir.”
El jefe policial instó a la ciudadanía a romper el silencio: guardar los mensajes, fotografiar las marcas en los locales, denunciar sin miedo.

“Mientras existan Don Mario dentro del sistema —dijo—, los criminales siempre encontrarán una puerta abierta.”
El caso de Karen Selene ha generado un debate profundo en la capital. Muchos se preguntan cómo fue posible que durante meses las denuncias quedaran archivadas “por falta de pruebas”.
En los barrios, el miedo se volvió costumbre, y el silencio, estrategia de supervivencia. Un fragmento del video que difundió la Fiscalía resume el drama con crudeza:
“La extorsión crece en los lugares donde alguien decide mirar hacia otro lado.”
Esa frase, simple y devastadora, resonó como un eco en la opinión pública.
¿Cuántas Karen Selene siguen caminando por las calles con mochilas azules?
¿Cuántos Don Mario continúan operando desde dentro, disfrazados de víctimas?
La detención de Karen no es sólo una victoria policial. Es un espejo incómodo que refleja las grietas de un sistema que permitió que la extorsión se volviera rutina.
Porque al final, no es la violencia la que sostiene al crimen —es el silencio de quienes prefieren no verlo.
Y mientras ese silencio continúe, habrá muchas mochilas azules cruzando las madrugadas de la Ciudad de México.