No era un funcionario de alto perfil.
No aparecía en conferencias de prensa ni buscaba reflectores.
No tenía escoltas, ni enemigos visibles, ni antecedentes públicos de conflicto.
Por eso, cuando la madrugada del 12 de diciembre se confirmó el asesinato de Enrique Estrada Jiménez, director del DIF municipal de El Salto, Jalisco, la primera versión parecía simple, casi automática: un crimen más en un estado golpeado por la violencia.
Pero esa explicación duró apenas minutos.

Desde el primer reporte algo no cuadraba.
La hora, la forma, el silencio.
A las 03:14 de la mañana, el sistema de alertas tempranas de la Secretaría de Seguridad marcó un posible homicidio de funcionario público.
El tipo de alerta que rara vez se activa sin una razón mayor.
La escena era demasiado limpia.
Demasiado precisa.
No había señales de robo, ni forcejeo, ni desorden.
Las heridas eran quirúrgicas, calculadas.
Las cámaras no mostraban sicarios improvisados, sino movimientos fríos, entrenados, casi invisibles.
Desde el primer vistazo quedó claro que no se trataba de un ataque doméstico ni de un crimen pasional.
Era una ejecución.
Y no una cualquiera.
El protocolo de investigación de riesgo político se activó de inmediato.
Ese procedimiento solo se utiliza cuando un homicidio puede estar vinculado con redes criminales infiltradas en el Estado.
Quince minutos después, una célula de inteligencia ya se dirigía al lugar.
La noche apenas comenzaba y el caso ya apuntaba a algo mucho más grande.
El cuerpo de Enrique Estrada yacía en la planta baja de su domicilio.
Sin lucha prolongada.
Sin gritos.
Sin caos.
En el cristal lateral de una ventana, dos marcas circulares delataban el uso de silenciadores apoyados directamente contra el vidrio.
Lo ejecutaron desde dentro.
Con control absoluto.
Mientras los peritos trabajaban, apareció el primer indicio clave.
Una memoria USB encontrada sobre el escritorio junto a la laptop personal de la víctima.
En la etiqueta, escrita a mano, se leía: “Entrega DIF Confidencial 2025”.
No era un objeto olvidado.
Era un mensaje.

A las cuatro de la mañana, la primera línea de análisis confirmó las sospechas.
Durante meses, Enrique Estrada había denunciado internamente irregularidades financieras en programas de asistencia social.
Desvíos en contratos de salud y alimentación infantil.
Empresas fantasma.
Asociaciones civiles inexistentes.
Constructoras utilizadas para lavar dinero.
Los documentos señalaban nombres incómodos.
Dependencias estatales.
Operadores financieros.
Y, finalmente, un vínculo directo con el Cártel Jalisco Nueva Generación.
El DIF local, la institución encargada de proteger a los más vulnerables, estaba siendo usado como una lavandería silenciosa.
Dinero público disfrazado de ayuda social.
Recursos triangulados desde donaciones oficiales hacia cuentas controladas por el crimen organizado.
El contenido de la memoria USB terminó de romper cualquier duda.
Un informe fechado dos días antes del asesinato.
Título: “Informe final. Proyecto Corazón Limpio”.
Transferencias documentadas por más de 37 millones de pesos a tres asociaciones inexistentes en Guadalajara y Tepatitlán.
Todas conectadas a una cooperativa financiera utilizada por el CJNG para mover dinero sin alertar al sistema bancario.

La última línea del documento era una sentencia.
“Si algo me pasa, revisen las licitaciones del DIF. Ahí está la verdad”.
Estrada sabía que había cruzado un límite.
Sabía que estaba tocando dinero que no debía tocar.
Y aun así siguió adelante.
Las cámaras del vecindario confirmaron el nivel del operativo.
Una SUV sin placas llegó a la calle a las 02:45.
Permaneció exactamente 18 minutos.
Se retiró sin encender luces.
Rutas limpias.
Tiempos perfectos.
Uno de los ocupantes fue identificado por reconocimiento facial.
Ex policía estatal.
Expulsado en 2022 por vínculos con el narcotráfico.
Meses después, contratado como “asesor de seguridad” por una fundación de beneficencia ligada al gobierno municipal.
El crimen ya no podía tratarse como un homicidio común.
Era un asesinato político-financiero.
Conforme avanzó la mañana, la red comenzó a revelarse.
Programas sociales utilizados como fachada.
Contratos firmados con empresas registradas a nombre de personas fallecidas.
Facturas millonarias por servicios inexistentes.
Rutas de dinero que salían de El Salto y terminaban en Zapopan, Tlaquepaque y Guadalajara.
En una libreta personal encontrada en la oficina de Estrada, una frase escrita con tinta roja lo resumía todo.
“No son narcos. Son políticos usando al narco”.
La amenaza no tardó en llegar.
Un mensaje cifrado enviado al fiscal regional.
“Si siguen con el caso Estrada, van a despertar muertos”.

La advertencia confirmó que la investigación iba por el camino correcto.
Se activaron medidas de protección.
Se congelaron 47 cuentas bancarias.
Más de 120 millones de pesos quedaron bloqueados en horas.
Pero el costo ya estaba cobrando factura.
Uno de los funcionarios que colaboró con Estrada desapareció esa misma noche.
Su vehículo fue hallado abandonado.
Sin rastro del conductor.
La ejecución de Enrique Estrada no fue un error ni un impulso.
Fue un mensaje.
Un aviso para cualquiera que intente romper el pacto silencioso entre corrupción institucional y crimen organizado.
Los peritajes confirmaron que la escena había sido limpiada con compuestos químicos utilizados en laboratorios.
Los asesinos sabían exactamente qué borrar.
Habían sido entrenados.
No eran sicarios de calle.
Cuando se revisaron los contratos estatales, apareció el golpe final.
Una factura de más de cuatro millones de pesos aprobada con una firma digital falsificada de Estrada.
Una empresa inexistente.
Un pago que él había rechazado semanas antes.
Cuando intentó denunciarlo públicamente, lo eliminaron.
Videos internos lo mostraban advirtiendo a otros funcionarios.
“No voy a ser parte de esto”.
En el último registro, grabado tres días antes de morir, dejó una frase que hoy pesa como una acusación.
“Si no me creen ahora, me creerán cuando ya no esté”.
Al caer la noche, los nombres implicados ya no eran solo locales.
Ex diputados.
Ex secretarios.
Alcaldes en funciones.
Y una lista de beneficiarios que escalaba hasta niveles nacionales.
La muerte de Enrique Estrada abrió una grieta peligrosa.
Una que revela cómo el narco no solo opera con armas, sino con sellos oficiales, contratos y cuentas bancarias.
No fue un ajuste de cuentas.
Fue una advertencia dirigida a todos.
Y el mensaje es claro.
En México, decir la verdad puede costar la vida.