Harfuch REVELA por QUÉ los 14 GUARDIAS dejaron MO*R1R a Carlos MANZO

La noche del Día de Muertos, símbolo de vida y memoria, se convirtió en una tragedia política bañada en sangre.

El alcalde Carlos Manso, conocido por enfrentarse al crimen organizado, fue abatido a plena vista del público, con su hijo de cuatro años en brazos.

Pero lo que más conmocionó a México no fueron las siete balas que acabaron con su vida, sino el hecho de que sus 14 escoltas oficiales se retiraron al mismo tiempo pocos minutos antes del ataque, dejándolo completamente expuesto.

Los testimonios de decenas de testigos y documentos de la investigación revelan un patrón escalofriante: traición, órdenes secretas y un silencio cómplice dentro de las propias instituciones encargadas de protegerlo.

El hombre que apretó el gatillo fue identificado como Osvaldo “El Cuate” Gutiérrez, miembro del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y sobrino directo de El Prángana, uno de los operadores más cercanos a los hermanos Ramón y Rafael Álvarez Ayala, alias Runo y R2.

“El Cuate” no era un asesino cualquiera. Fue elegido por su parentesco familiar con los líderes del cartel, para garantizar su lealtad absoluta.

Veinte minutos antes del ataque, fue visto merodeando entre los altares del Día de Muertos, midiendo distancias, fingiendo tomar fotos, tocándose la cintura donde escondía una pistola 9mm.

Diecisiete testigos lo describen nervioso, sudando, bajo el efecto de drogas. Aun así, ninguno de los escoltas del alcalde intervino.

A las 8:10 de la noche, mientras una familia le pedía a Manso una foto, el alcalde se inclinó con su hijo Dylan en brazos. “El Cuate” se acercó, se metió en el encuadre, y disparó siete veces a quemarropa. Manso intentó cubrir a su hijo con el cuerpo antes de caer.

El pánico se apoderó del lugar. Vecinos valientes lograron detener al asesino, lo golpearon y lo inmovilizaron. Pero antes de ser trasladado, un miembro de la Guardia Nacional —uno de los escoltas asignados a Manso— se acercó, levantó el arma y le disparó en la cabeza frente a decenas de testigos.

Una ejecución limpia, rápida, fría.
Una ejecución que parecía parte del plan.

Las fuentes judiciales apuntan que los 14 escoltas pertenecían a una unidad bajo coordinación directa del gobernador Alfredo Ramírez Bedoya. En semanas previas, Manso había enviado al menos seis advertencias sobre amenazas serias del CJNG, suplicando más protección.

Sus palabras quedaron registradas: “Sé que me matarán, no en la oficina, sino entre la gente. Quieren darme un mensaje.”

La respuesta del gobierno fue una orden verbal transmitida desde la coordinación estatal:
“No asfixien al alcalde, dejen que se mueva con libertad.”

Esa instrucción —aparentemente inocente— abrió la puerta para que el asesino se acercara sin obstáculos.

Testigos aseguran que los escoltas comenzaron a retirarse en grupos organizados unos veinte minutos antes del ataque. Nadie volvió. Cuando las balas sonaron, el alcalde ya estaba completamente solo.

Después, trece de los guardias presenciaron la ejecución del asesino, sin intervenir ni preguntar nada. Ni una palabra.
¿Miedo? ¿O conocimiento previo del guion?

La investigación financiera reveló pagos sospechosos realizados días antes del crimen.
Uno de los escoltas —con un salario de 15,000 pesos mensuales— retiró 50,000 pesos en efectivo de un cajero en Apatzingán, ciudad natal del asesino.

Otro —que ganaba 17,000 pesos— recibió 75,000 pesos por transferencia desde una cuenta vinculada al CJNG en Guadalajara.

Los investigadores creen que fueron pagos por traición: dinero para retirarse, callar y, si era necesario, ejecutar al tirador para borrar toda pista.

La pistola 9mm utilizada tampoco era nueva. Había sido empleada en dos ataques previos del CJNG en septiembre y octubre, vinculada al mismo depósito de armas en Michoacán.

Todo indica una venganza planificada desde agosto, cuando Manso humilló públicamente a El Rino —un operador del cartel— exhibiendo su ropa interior como burla en un acto público.

Carlos Manso no fue el primero. Bajo el mandato del gobernador Ramírez Bedoyasiete alcaldes han sido asesinados en menos de tres años. Todos con el mismo patrón: amenazas del CJNG, solicitudes de protección ignoradas, retiro coordinado de escoltas y ejecución pública.

¿Casualidad? ¿O un modelo criminal institucionalizado que entrega a los líderes locales al crimen organizado?

Analistas en seguridad llaman a este fenómeno “la cesión del poder al narco”: una estructura donde las autoridades estatales permiten la eliminación selectiva de figuras que se interponen a los intereses del cartel.

En el funeral, cientos de ciudadanos furiosos rodearon al gobernador, gritando “¡Asesino!” y “¡Traidor!”. Ramírez Bedoya tuvo que huir entre empujones y gritos. Las cámaras captaron un momento que algunos medios describieron como “un juicio popular en plena calle”.

El video de la investigación cierra con una imagen devastadora: el pequeño Dylan, de cuatro años, frente a la foto de su padre, rodeado de flores blancas. El texto final dice:

“Tu padre no murió porque el narco fuera demasiado fuerte, sino porque quienes juraron protegerlo lo vendieron… por dinero, por miedo o por obediencia.”

En un país donde los expedientes se cierran y los crímenes se diluyen entre declaraciones vacías, la historia de Carlos Manso no es solo la de un asesinato político.

Es el espejo de un Estado que ha perdido el alma, donde el poder pacta con el crimen y la justicia se disuelve entre el silencio y la sangre.

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