La revelación ha sacudido con fuerza a la opinión pública mexicana y ha encendido un debate feroz sobre el nivel de infiltración del crimen organizado en las instituciones del Estado.
Cuando Omar García Harfuch insinuó que “El Camaleón” había formado parte del aparato de seguridad de Michoacán, la reacción fue inmediata
: ¿cómo es posible que un líder criminal buscado en todo el país pudiera portar una credencial oficial, cobrar un salario público y acceder a información de inteligencia reservada?
Y la pregunta más inquietante: ¿fue esto un error aislado o la prueba de una estrategia de infiltración mucho más profunda?

Según los documentos obtenidos durante la investigación, “El Camaleón”, cuyo nombre real es Ángel Chávez Ponce, fungió como jefe regional del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Sin embargo, entre marzo y octubre de 2021, apareció registrado como “agente” de la Guardia Civil de Michoacán, asignado a la zona de Pátzcuaro.
Las dudas iniciales sobre una posible coincidencia de nombre se desvanecieron al contrastar datos biométricos, fotografías y claves de identificación: era él, sin margen de error.
El sistema estatal pagó un sueldo —a través de nómina pública— a uno de los operadores más violentos dedicados al secuestro, la extorsión y el asesinato en la región.
Lo más grave fueron los privilegios que obtuvo al integrarse “legalmente” en las filas de seguridad: permiso para portar armas largas, libre circulación a cualquier hora, acceso a bases de datos de inteligencia y uso de vehículos oficiales para instalar falsos retenes.

Bajo esta cobertura, montó una red de extorsión masiva dirigida a productores de aguacate, el sector económico más lucrativo de Michoacán.
Los agricultores eran obligados a pagar entre 5.000 y 50.000 pesos semanales. Quienes se negaban sufrían amenazas, secuestros o destrucción de cultivos.
Varias víctimas declararon que no podían denunciar porque la policía municipal trabajaba para los criminales.
El caso de El Camaleón reveló algo aún más alarmante: él no fue el único. Durante ese mismo periodo, al menos 12 individuos con antecedentes penales o vínculos directos con grupos criminales fueron incorporados a la Guardia Civil.

Posteriormente, el gobierno federal detectó 32 agentes adicionales con perfiles similares en toda la estructura de seguridad del estado, todos contratados bajo la administración del gobernador Alfredo Ramírez Bedoya.
Esta infiltración permitió al CJNG —y a otros grupos rivales— recibir información en tiempo real sobre operativos, rutas de patrullaje y movimientos estratégicos, neutralizando los esfuerzos de las fuerzas federales.
Las consecuencias más devastadoras fueron visibles en marzo de 2024, cuando la Comisaria Cristal García Hurtado, una funcionaria clave en la lucha contra la extorsión, fue asesinada.
La investigación reveló que los responsables conocían con exactitud su ruta, horarios y movimientos —datos que solo podían provenir de dentro de las instituciones.

Su muerte fue un mensaje brutal: cualquiera que se opusiera a los intereses criminales sería silenciado.
La influencia de El Camaleón se extendía más allá de la Guardia Civil.
Documentos indican reuniones con funcionarios municipales de Salvador Escalante, Lagunillas y Pátzcuaro para negociar acuerdos de protección a cambio de permitir sus actividades ilícitas.
Varias localidades quedaron sometidas a un modelo de “doble poder”: autoridades civiles por un lado, crimen organizado por el otro.
El intento fallido de captura el 17 de noviembre provocó una reacción inmediata del CJNG: instalación de 15 bloqueos y quema de 25 vehículos en distintas rutas estratégicas del estado, una demostración de fuerza que paralizó a la región.

Aunque El Camaleón fue detenido en Aguascalientes en abril de 2024, recuperó la libertad semanas después debido a “violaciones al debido proceso”.
Este episodio encendió nuevas alarmas sobre el riesgo de que la infiltración alcance incluso el sistema judicial.
Ante la magnitud del escándalo, el gobierno federal intervino directamente: ordenó el despido inmediato de los 32 agentes infiltrados, impuso controles estrictos de confianza, pruebas toxicológicas, análisis patrimoniales y polígrafo para toda la fuerza estatal, además de desplegar 1.900 elementos de la Guardia Nacional y del Ejército, incluidos los grupos de élite Murciélagos.
Aun así, la pregunta crucial sigue abierta: si El Camaleón logró penetrar tan profundamente en el aparato estatal, ¿cuántos más podrían estar operando con la misma impunidad desde dentro, usando uniformes oficiales como escudo?
El caso deja al descubierto una realidad dolorosa: en México, el crimen organizado ya no se conforma con combatir al Estado desde afuera; ahora busca ocupar sus estructuras internas.
Como un puente corroído por termitas, el sistema de seguridad de Michoacán continúa de pie, pero su interior ha sido debilitado hasta el límite.
Cuando los criminales pueden portar credenciales oficiales, utilizar vehículos del gobierno y dirigir operaciones desde dentro, la frontera entre política y delincuencia no solo se difumina: corre el riesgo de desaparecer.