El que tiene su dolor lo llora. Eso dijo Giovanny Ayala hace apenas unos días. Y lo dijo con el alma desgarrada. Porque mientras el país escuchaba rumores, él vivía una pesadilla. Su hijo Miguel estaba secuestrado.
Secuestrado junto a Nicolás, su manager. Dos jóvenes que solo querían cantar. Dos muchachos que jamás imaginaron que un viaje rutinario terminaría en una noche de terror. Y aunque hoy están libres, lo que vivieron quedó marcado en la piel. Y en el corazón.
Giovanny recuerda el momento exacto. Una llamada inesperada. Un amigo del Cauca, alguien que casi nunca lo llamaba
. “Señor Giovanny, tengo una noticia lamentable.” Y el mundo se le vino abajo.

Miguel. Su hijo. Su muchacho de 21 años. Lleno de sueños. Lleno de vida.
Secuestrado. Junto a Nicolás Pantoja.
Giovanny no lo podía creer. Pensó que era una broma de mal gusto. Pero no lo era. Era real. Era una tragedia.
La noche fue interminable. Caminaba por su casa sin rumbo. Daba vueltas. Rezaba. Lloraba.
“¿Por qué mi hijo?” “¿Por qué él?” “¿Por qué un joven que solo quiere cantar?”
El Gaula de la Policía tomó el caso. Y comenzó la búsqueda. Pero para un padre, cada minuto es una eternidad. Cada silencio es un golpe. Cada llamada es un tormento.
Mientras tanto, Miguel y Nicolás vivían el infierno. Habían dado un concierto en el Cauca. Todo había salido bien. Tomaron un Uber hacia Cali. Un viaje normal.
Hasta que un carro los encerró. De un momento a otro. Un golpe. Un cierre. Unos hombres armados. Y el miedo.
Pensaron que era un robo. Entregaron todo. Pero no era un robo. Era un secuestro.
Los cambiaron de carro. Les pusieron capuchas. Los llevaron lejos. Muy lejos. A un lugar oscuro. A un monte frío. A un cambuche perdido.
A Nicolás le dijeron que podía irse. Que lo soltaban. Que no lo necesitaban. Pero él decidió quedarse. Decidió no abandonar a Miguel. Decidió ser leal.
Y esa decisión lo marcó todo.
Caminaron horas. Descalzos. Con un solo zapato entre los dos. Con piedras que les herían los pies. Con ramas que golpeaban sus piernas. Con miedo de caer. Con miedo de morir.
Durmieron mojados. Con frío. Con insectos. Con serpientes cerca. Con la oscuridad como única compañía.
“Dormíamos con miedo de que nos mataran,” dijo Miguel. Y no exageraba. Los secuestradores los amenazaban. Uno de ellos decía: “Estoy que estreno esta arma.” Y jugaba con el gatillo.
Era una tortura psicológica. Una presión constante. Un terror que no se puede explicar.
Los encadenaron de pies. A veces de manos. Les prohibían voltearse. Les hablaban de espaldas. Les daban órdenes bruscas. Les quitaban la esperanza.

La comida era escasa. Papa. Arroz. Sopa aguada. A veces frijoles. Nada más.
Les tomaron fotos. Videos. Les hicieron decir que estaban bien. Que no querían policía. Que todo debía manejarse “por la familia”.
Miguel decía: “Papi, ayúdanos.” “Esto es horrible.” “Por favor, hagan algo.”
Nicolás también enviaba mensajes. Tratando de sonar fuerte. Pero por dentro estaba destruido.
Los días pasaban. El miedo crecía. La incertidumbre los consumía.
Mientras tanto, Giovanny recibía llamadas falsas. Desde Colombia. Desde México. Desde números desconocidos. Voces que pedían dinero. Voces que amenazaban. Voces que jugaban con su dolor.
Le pedían 4.500 millones. Luego 7.500 millones. Una cifra imposible. Una cifra diseñada para desesperarlo.
“Yo no tengo eso,” decía. “Pero vendo todo si es necesario.” “Mi hijo no es dinero. Es mi vida.”
El Gaula le pedía calma. Le pedía prudencia. Pero un padre no conoce la calma. No cuando su hijo está encadenado en un monte.
Miguel y Nicolás seguían en el cambuche. Encadenados. Mojados. Con frío. Con miedo.
“Esto no se lo deseo a nadie,” decía Miguel. “Yo solo quería cantar.” “Solo quería cumplir un sueño.”
Nicolás pensaba en todo lo que podía pasar. En lo que había visto en las noticias. En los casos que terminaban mal. Muy mal.

Pero aun así, se quedó. No abandonó a Miguel. No lo dejó solo. Y Miguel se lo agradecía cada día.
“Gracias por estar aquí.” “Gracias por no dejarme solo.” “Gracias por arriesgar tu vida por mí.”
Los secuestradores decían que los iban a cambiar de lugar. Ellos tenían miedo. Mucho miedo. Porque un cambio de lugar puede significar un final. Y ellos lo sabían.
Pero un día, todo cambió. El Gaula actuó. La operación avanzó. Y finalmente, fueron liberados.
Miguel y Nicolás regresaron a casa. A la vida. A la música. A los abrazos. A la luz.
Pero el dolor no se borra. El miedo no se olvida. Las noches en el monte quedan grabadas. Las cadenas dejan marcas invisibles. Y el corazón tarda en sanar.
Hoy, Miguel canta con más fuerza. Con más alma. Con más verdad. Porque sabe lo que es perderlo todo. Y recuperarlo.
Y porque sabe que la vida, a veces, pende de un hilo. Y que ese hilo puede romperse en cualquier momento.