No todos los artistas que alguna vez brillaron bajo las luces intensas de un escenario llevan una vida digna de los aplausos que reciben.
Hay nombres que, cuanto más se investigan, más duelen. Sabú es uno de ellos. Su historia —desde un niño de la calle que dormía bajo puentes hasta compartir escenario con John Lennon— no solo despierta curiosidad, sino que abre una grieta incómoda sobre el precio real de la fama.
Muchos creyeron que Sabú había sido elegido por el destino para brillar; otros aseguraron que solo fue víctima del mismo resplandor que lo encumbró. Pero la verdad, como suele ocurrir, es más compleja y mucho más cruel.

Héctor Jorge Ruiz Sacomano nació en uno de los barrios obreros más humildes de Buenos Aires. Su infancia prácticamente no conoció la inocencia.
Su madre murió cuando él tenía seis años y su padre volvió a casarse con una mujer que jamás aceptó a los hijos de su anterior matrimonio. Desde entonces, Jorge y su hermana fueron arrojados a la vida callejera, como tantos niños abandonados en la Argentina de aquellos años.
Durmió en plazas, robó frutas para sobrevivir, huyó de peleas violentas y encontró en tres amigos callejeros a los que llamó “hermanos del corazón”.
Aquellos años no solo forjaron su resistencia, sino que también sembraron en él un dolor profundo que lo acompañaría toda la vida —un dolor que más tarde se transformaría en la melancolía de su voz.
Si la vida no hubiera intervenido, quizá Sabú habría sido jugador de Boca Juniors. Había sido aceptado en las divisiones juveniles del club, pero la pobreza lo obligó a abandonar el sueño.

Tuvo que trabajar: lustrabotas, repartidor de diarios, estibador, vigilante nocturno. Dormía escondido en sótanos de edificios.
Nadie imaginaba que ese muchacho flaco, de mirada triste, acabaría convertido en ícono de la música latina.
La oportunidad llegó de manera inesperada. Su imagen llamó la atención de una casa de moda y fue contratado como modelo bajo el nombre artístico de Giorgio.
Pero su destino cambió una noche de 1968, cuando lo invitaron a cantar improvisadamente tras un desfile.
Su voz ronca, herida y misteriosa dejó atónitos a Ricardo Cleiman y a su socio. Desde ese momento nació “Sabú”, inspirado en el joven actor indio de The Thief of Bagdad, símbolo de astucia y valentía ante la adversidad.

En 1969, con apenas 18 años, Sabú lanzó su primer sencillo, “Toda mía a la ciudad”, que vendió más de 50.000 copias. En dos años, se convirtió en un fenómeno continental: estadios llenos, histeria colectiva, prensa desbordada.
Cantó en Uruguay, Chile, Perú, Puerto Rico, Brasil; apareció junto a Roberto Carlos; compartió escenarios con Quincy Jones y John Lennon en Tokio; grabó en seis idiomas; lanzó 15 álbumes; más de 200 canciones; 27 discos de oro y 7 de platino. Era el príncipe adolescente de Latinoamérica.
Pero cuanto más intensa era la luz, más oscura se volvía la sombra detrás de ella. El 6 de septiembre de 1971, Sabú fue arrestado por supuestos vínculos con una banda de secuestro.
La sospecha surgió porque aún mantenía contacto con amigos de la calle que habían caído en la delincuencia.

Lo liberaron cinco días después por falta de pruebas, pero el golpe a su imagen fue devastador. La prensa lo bautizó “el ángel caído”; los patrocinadores huyeron; el público comenzó a dudar.
En 1978, cuando intentaba reconstruir su carrera, fue arrestado nuevamente por posesión de drogas. Cercanos a él hablan de una espiral de presión, traiciones y desgaste emocional.
Recibió una sentencia de un año en libertad condicional y una multa considerable.
La industria argentina le volvió la espalda. Sin espacio para empezar de nuevo, Sabú abandonó su país y vagó entre Nueva York y Puerto Rico, hasta que finalmente encontró refugio en México.
México representó su renacimiento. Con Melody Records y Televisa, revivió su carrera con éxitos como “Quizás sí, quizás no” y “Fiebre de ti”.
Fundó su propia productora, se convirtió en mentor y productor de jóvenes talentos. Su relación más mediática —y tormentosa— fue con Lupita D’Alessio: una historia de pasión ardiente, arte, conflictos y heridas que nunca cerraron del todo.

Pero en medio de ese caos apareció Josefina Hill, la cantante argentina que le ofreció la calma que tanto había buscado. Se casaron en 1987 y permanecieron juntos hasta su muerte.
Los años 90 marcaron una etapa inesperadamente luminosa: Colombia lo recibió con los brazos abiertos. Cali, Bogotá, Medellín se volvieron sus escenarios favoritos.
Un concierto de tres horas en 1999 es recordado como su “segunda cima artística”. Colombia se convirtió en su hogar espiritual, el lugar que lo abrazó sin juzgarlo.
En 2004, durante un recital íntimo lleno de confesiones, Sabú ofreció una despedida que nadie supo interpretar. En 2005, mientras se preparaba para actuar en Medellín, se desplomó por un fuerte dolor cervical.
Tras una cirugía, llegó el diagnóstico que lo sentenció: cáncer de pulmón avanzado, agresivo e inoperable. Incluso al borde del colapso, repetía su deseo de volver a Medellín. Ese deseo nunca se cumplió.
El día de su ingreso final al hospital, llevaba una camiseta blanca con un mensaje de sus seguidores colombianos: “Sabú, Colombia te ama, regresa pronto”.
Fue su amuleto y su despedida. Murió el 16 de octubre de 2005, a las 10:30 de la mañana, con 54 años, acompañado por Josefina.
Sabú no dejó fortuna, ni hijos, ni una gira de despedida. Pero dejó un legado imposible de borrar: una voz que convirtió el dolor en arte, una historia marcada por la pobreza, la gloria, el escándalo y una lucha constante contra su propio destino.
Su vida demuestra una verdad inapelable: a veces, las almas más heridas son las que cantan más profundamente.
Y aunque la música no logró salvarlo, sí le permitió sobrevivir lo suficiente para contar su historia. Una historia que, hasta hoy, sigue conmoviendo y desafiando a quienes se atreven a mirar más allá del brillo.