Nadie imaginó que la desaparición de tres jóvenes —Lara Gutiérrez, Brenda del Castillo y Morena Berry— terminaría convertida
en una de las historias más brutales y perturbadoras del crimen argentino. Las tres salieron de casa para asistir a una fiesta en las afueras de Buenos Aires.
Días después, sus cuerpos fueron hallados en una vivienda abandonada en Florencio Varela: atadas, amordazadas, desmembradas y enterradas entre sábanas, cemento y piedras.
Aquello no fue un homicidio impulsivo, sino una ejecución planificada, una advertencia con el sello del terror narco.

Desde las primeras horas, los investigadores descartaron la hipótesis de un robo. El grado de violencia excedía cualquier móvil económico. Todo indicaba que se trataba de una venganza dentro del narcotráfico, donde matar no basta: hay que dejar un mensaje.
Lo que nadie esperaba era descubrir que detrás de este infierno se escondía una red transnacional de drogas dirigida por un joven de apenas veinte años: Tony Hansen Valverde Victoriano, alias “Pequeño J”, un peruano que había heredado el poder y la crueldad de su padre, antiguo líder de una organización en Trujillo.
Según las escuchas telefónicas, “Pequeño J” ordenó las muertes desde Perú tras acusar al grupo de chicas de robar 30 kilos de cocaína. La venganza fue orquestada por su lugarteniente, Matías Agustín Osorio, quien planificó el secuestro, las torturas y la eliminación de los cuerpos.

Una de las detenidas, Magalí Celeste González Guerrero, alquilaba la casa donde se cometió el crimen. Declaró que las víctimas creyeron ir a una fiesta y que, al regresar a su casa de madrugada, su pareja, Miguel Villanueva Silva, le relató la escena atroz: Brenda fue asesinada primero, luego Morena y, por último, Lara. Durante el acto, los asesinos realizaron una videollamada para que “Pequeño J” presenciara el tormento en directo.
Los informes forenses confirmaron lo inimaginable. Lara fue mutilada viva: perdió una oreja, cuatro dedos y sufrió cortes profundos en cuello y pecho que provocaron una hemorragia masiva.
Brenda tenía 22 heridas punzocortantes, fracturas y señales de desfiguración facial; fue desmembrada post mortem.
Morena presentaba asfixia mecánica y múltiples hematomas, con una bolsa plástica sobre la cabeza. Las tres murieron por shock hipovolémico, desangradas lentamente. No fue una muerte, fue una tortura.

Tras los asesinatos, el grupo limpió la escena con cloro, compró gasolina y quemó colchones, sábanas y restos humanos en un terreno baldío.
Según la declaración de Celeste, “después de todo, salieron a comer hamburguesas”. Un detalle tan grotesco que los investigadores no pudieron borrarlo de la mente: la banalidad del mal convertida en rutina.
“Pequeño J” creció en el corazón del narcotráfico. Tras la muerte de su padre en 2018, juró venganza y, con apenas 15 años, ya lideraba una célula llamada Los Injertos de Nuevo Jerusalén.
En 2020 se trasladó a Argentina, donde estableció su red de distribución en los barrios marginales del sur de Buenos Aires. Allí impuso un régimen de miedo, mezclando negocios de droga con violencia ritual. Para él, la crueldad era una herramienta de liderazgo.

La caída del clan llegó gracias a una operación conjunta entre la policía peruana, la argentina e Interpol. Osorio fue capturado primero en Lima; “Pequeño J”, días después, en Pucusana, a 73 km de la capital. Ambos fueron extraditados a Buenos Aires.
Los registros telefónicos confirmaron que Osorio era su mano derecha, coordinando desde Argentina cada paso del crimen. Aún hay tres prófugos clave: el conductor del Chevrolet Tracker, un tal “El Gordo Dylan” y un cómplice vinculado a Víctor Sotakuro Lázaro, otro operador del cártel.
El fiscal Adrián Rivas acusó a los implicados de homicidio agravado, asociación ilícita y trata de personas, delitos que conllevan pena de prisión perpetua según el artículo 80 del Código Penal argentino.
Además, evalúa incluir el agravante de femicidio, dado que las víctimas fueron mujeres jóvenes utilizadas y engañadas dentro de un mundo criminal dominado por hombres.

La indignación social no tardó en estallar. Días después de los hallazgos, cientos de personas se congregaron en Plaza Flores y luego en Plaza de Mayo bajo el lema “Ni una menos”.
Las madres de las víctimas, acompañadas por organizaciones feministas y de derechos humanos, exigieron justicia y denunciaron la impunidad del sistema.
Sabrina del Castillo, madre de Morena, recibió amenazas: “Si sigues hablando, tu otra hija será la próxima.” Varias familias y testigos se encuentran bajo protección policial.
El país entero se estremeció no solo por la brutalidad del crimen, sino por el componente simbólico: tres mujeres jóvenes convertidas en ofrenda de un poder narco que necesita mostrar su ferocidad. La prensa lo llamó “el caso del siglo”, una herida abierta que expone la convivencia entre pobreza, droga y misoginia en la Argentina contemporánea.

Pero lo más escalofriante sigue siendo la videollamada. Esa imagen invisible, que nadie vio, pero todos imaginan, se ha convertido en el símbolo del horror moderno: la violencia como espectáculo. Un detective lo resumió con amargura: “No solo las mataron. Transmitieron su muerte.”
La investigación continúa. Se esperan nuevas detenciones y más vínculos entre las redes argentinas y peruanas. Sin embargo, en medio de expedientes y peritajes, los nombres de Lara, Brenda y Morena resuenan como un grito contra la indiferencia. Ellas fueron víctimas de un mundo que glorifica el poder y normaliza la barbarie.
Y mientras la justicia avanza, una pregunta queda suspendida en el aire de Buenos Aires:
¿cuántos “Pequeño J” más estarán listos para volver a apretar el botón de “transmitir en vivo”?