El corazón del narcotráfico mexicano volvió a latir con violencia. Una noche de octubre, el silencio burgués de la zona residencial Bonanza se rompió en mil pedazos: ráfagas, luces, helicópteros, y un nombre que cayó como símbolo de un imperio herido — Luis Ezequiel Rubio, alias “El Morral”,
mano derecha de Iván Archivaldo Guzmán Salazar, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán.
No fue solo la muerte de un hombre. Fue la caída de una pieza clave en el tablero del poder que sostiene al Cártel de Sinaloa, particularmente al ala conocida como “Los Chapitos”.
En los cafés de Culiacán y los foros digitales del país, la pregunta se repite con tono de profecía: ¿Iván perdió Culiacán?

Eran las 9 de la noche del lunes cuando las primeras detonaciones estremecieron a Bonanza. Familias enteras se tiraron al suelo, niños llorando, luces apagadas.
Afuera, camionetas blindadas y hombres armados tomaban las calles. Vecinos describen el sonido como una tormenta de acero que duró cerca de veinte minutos.
“Fueron más de doscientos disparos —contó una testigo—. Pensamos que estaban volviendo los días del Culiacanazo.”
Cuando la calma regresó, la escena era dantesca. En una Chevrolet Tahoe blanca, quedó abatido El Morral, con un fusil de asalto sobre las piernas.

A su alrededor, seis hombres fueron capturados con vida, todos considerados piezas de alto rango dentro del grupo de Iván.
Los detenidos fueron identificados como José Manuel Álvarez (El Mono Canelo), Javier Guillermo Díaz (El Bampi), Jesús Iván Rey (El Peluchín), Juan Carlos Dorantes (El Changoniní), Kevin Sarabia (El Pancrudo) y Lino Uriarte.
Todos eran operadores de confianza encargados de la seguridad, las rutas de traslado y la logística del tráfico en el norte de Sinaloa.
Según informes de inteligencia, varios participaron directamente en el ataque a las fuerzas especiales del Ejército ocurrido el 16 de octubre en Tepuche, donde un militar perdió la vida.
La operación, coordinada entre la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y la Guardia Nacional, fue descrita como un golpe quirúrgico.

Drones de reconocimiento siguieron los movimientos de El Morral durante semanas, hasta ubicar su ruta exacta hacia Bonanza. Un cerco de unidades militares se cerró en cuestión de minutos. Las ráfagas que siguieron sellaron su destino.
En las oficinas de la Fiscalía General de la República (FGR) en Culiacán, se exhibieron los decomisos: armas automáticas, chalecos tácticos, radios encriptados y paquetes de droga marcados con el logotipo del grupo de Iván. “No se trató de un arresto, sino de la desarticulación de una célula completa”, afirmó un oficial del operativo.
Para las autoridades federales, esta acción representa uno de los golpes más duros contra los Chapitos desde la captura de Ovidio Guzmán en 2023. Pero entre los analistas del crimen organizado, la lectura es más compleja: cada caída en Sinaloa abre una nueva guerra interna.
Pocas horas después del enfrentamiento, los rumores de traición inundaron los círculos criminales. Versiones coinciden en que El Morral habría sido entregado por una facción rival dentro del propio grupo de Los Chapitos, en disputa por el control del norte de Culiacán.

Otras teorías apuntan a una operación de rastreo satelital, donde el Ejército habría intervenido las comunicaciones de su teléfono tras el ataque de Tepuche.
El efecto en la estructura de Iván fue inmediato. Los operadores desaparecieron de sus zonas habituales; los vehículos de lujo se esfumaron de las avenidas; las tiendas y bares asociados al grupo cerraron antes del anochecer.
“Están en modo silencio total”, comentó un empresario local bajo anonimato. “Cambian teléfonos, cambian carros, cambian rostros. Nadie quiere ser el siguiente.”
La tensión se palpa en el aire. Helicópteros sobrevolando, retenes militares en cada avenida, y sobre los puentes peatonales, narcomantas con advertencias escritas en letras rojas:
“Esto no se queda así.”

Para los ciudadanos, el mensaje es claro: la guerra no ha terminado.
Para los expertos en seguridad, es incluso más grave: la caída de El Morral ha fracturado la red de confianza dentro del grupo de Iván, pero también podría abrir un vacío que otras facciones —como la de “El Nini” o la de los hermanos menores de Guzmán— buscarán llenar con sangre.
Un investigador federal lo resume así:
“Iván no perdió solo a un lugarteniente. Perdió su línea de mando en Culiacán. Lo que venga después será impredecible.”
El contraste con el pasado es brutal. En 2019, el gobierno fue humillado durante el Culiacanazo al liberar a Ovidio Guzmán para evitar una masacre.
Hoy, el Estado mexicano parece haber aprendido la lección: atacó con precisión, sin previo aviso y con resultados concretos. Pero esa eficacia militar trae consigo un riesgo: la represalia.

El propio Iván Archivaldo —quien rara vez aparece en público— estaría ahora moviendo fichas para recomponer su ejército.
Los informantes hablan de reagrupamientos en zonas rurales, reclutamientos forzados y ajustes de cuentas entre células. Cada movimiento, cada silencio, cada noche sin disparos, parece solo un preludio de algo mayor.
Culiacán despierta cada mañana con el mismo pensamiento: “Esto no se ha acabado.” Las madres recogen a sus hijos temprano, los negocios bajan cortinas antes del anochecer, y el sonido lejano de helicópteros recuerda a todos que la paz, en Sinaloa, nunca es permanente.
La caída de El Morral podría marcar el principio del fin del poder de Iván en el estado. O quizá sea solo un capítulo más en la historia interminable del narco mexicano, donde cada victoria oficial se paga con una nueva ola de violencia.
Porque en Sinaloa, el poder no muere. Solo cambia de manos.