Era martes por la noche. La Ciudad de México seguía despierta, envuelta en luces de patrullas y un aire espeso que presagiaba algo grande.
En un edificio antiguo del norte de la capital, una operación de “máxima prioridad” estaba en marcha. Al frente, el secretario de Seguridad Omar García Harfuch —conocido por su frialdad y precisión quirúrgica— lideraba personalmente la misión.
El objetivo no era un capo del narcotráfico ni un fugitivo peligroso. Era uno de los suyos, un hombre con uniforme, rango y condecoraciones:
el sargento Martín Salazar, acusado de asesinar brutalmente a una joven integrante de la Guardia Nacional, Stefhanie Carmona, de apenas 23 años.

La historia de Stefhanie comenzó con esperanza. Proveniente de Puebla, hija única de una familia trabajadora, soñaba con servir a su país.
Sus compañeros la recordaban como “una chica con la mirada limpia, idealista, convencida de que podía hacer el bien desde dentro”.
Recién incorporada a la Guardia Nacional, fue asignada a la zona de Iztapalapa, uno de los sectores más complejos de la capital.
Pero aquella tarde de viernes, su cuerpo fue encontrado sobre la banqueta, aún con su uniforme. La noticia cayó como una bomba: el asesino no era un civil, sino un miembro de la misma corporación.
El sargento Salazar, de 41 años, tenía 17 de servicio. Había pasado por la Policía Federal antes de ingresar a la Guardia. Era reservado, disciplinado, condecorado. Nadie imaginó que detrás de esa fachada había algo turbio.

Al principio, los rumores apuntaban a un crimen pasional: una relación rechazada, una obsesión. Sin embargo, pronto surgieron versiones más inquietantes: Stefhanie podría haber descubierto una red de corrupción y extorsiones dentro de la propia Guardia Nacional, donde algunos elementos presuntamente colaboraban con el crimen organizado para permitir el paso de armas y mercancías.
Dentro de los cuarteles reinó el silencio. Asuntos Internos llegó y comenzó los interrogatorios. “Nos miraban como si todos fuéramos culpables”, recordaría más tarde Diego Montes, compañero y amigo de la víctima.
Cuando se confirmó que el principal sospechoso era Salazar, la sensación de traición fue absoluta. “Cuando el asesino lleva el mismo uniforme que tú, todo empieza a pudrirse por dentro”, dijo uno de los guardias en voz baja.

Salazar desapareció días después del crimen. Fue entonces cuando García Harfuch tomó el mando directo. Su mensaje fue claro: “Ningún uniforme protege a quien traiciona su juramento.”
El operativo se preparó durante semanas. A las 22:00 horas, bajo la clave “código verde”, el equipo irrumpió en una vieja construcción en el noroeste de la ciudad. No hubo disparos. No hubo bajas.
Salazar fue detenido sin resistencia. Harfuch se acercó, lo miró fijamente y le dijo unas palabras que ningún medio logró captar.
Aquella imagen —el jefe de seguridad frente al traidor esposado— recorrió todo el país. Las cadenas Televisa y TV Azteca abrieron con el titular: “Capturado el asesino de la joven guardia Stefhanie Carmona.”

Pero el caso no terminó allí. Tres meses después, un sobre anónimo llegó a la sede de Asuntos Internos. Contenía fotografías de Salazar reunido con hombres tatuados, vehículos de lujo y maletas llenas de dinero. En varias imágenes aparecían otros oficiales con uniforme.
Uno de ellos fue identificado como el teniente Gustavo Rivas, su superior directo. El hallazgo destapó una red de corrupción: una estructura interna dedicada al cobro de sobornos, tráfico de armas y protección a bandas criminales.
El escándalo sacudió a la institución. En cuestión de semanas, Rivas fue arrestado; poco después, siete oficiales más fueron detenidos. Todos formaban parte de un entramado que había operado durante años bajo la sombra de la impunidad.
Salazar fue condenado a 40 años de prisión por homicidio calificado. Rivas recibió 30 años por complicidad y vínculos con el crimen organizado. Sin embargo, el daño moral fue irreparable.

“Después de eso, muchos se fueron”, cuenta Montes. “Algunos pidieron traslado, otros simplemente desaparecieron. Nadie sabía en quién confiar.”
Seis meses más tarde, Diego viajó a Puebla. En el cementerio, frente a la tumba de Stefhanie, dejó un ramo de rosas blancas. La madre de la joven, con voz temblorosa, le preguntó:
“¿Valió la pena? ¿Valió la vida de mi hija por todo esto?”
Montes no pudo responder. Solo se quedó en silencio, mientras pensaba que, aunque el sistema seguía manchado, el sacrificio de Stefhanie había encendido una luz que no debía apagarse.

Hoy, el caso de Stefhanie Carmona Reyes es más que un expediente judicial: es un espejo que refleja las sombras y contradicciones dentro de una institución creada para proteger al pueblo.
Gracias a la intervención directa de Harfuch, la justicia llegó —aunque tarde— y expuso lo que muchos temían reconocer: la corrupción no siempre está fuera de los muros, a veces viste el mismo uniforme.
En su lápida, grabadas en mármol, las palabras que resumen su legado:
“Vivió para servir, murió sirviendo.”
Porque en una tierra donde los uniformes a veces esconden la traición, el coraje de una joven guardia recordará siempre que la verdadera lealtad se prueba en el momento más oscuro.